Después caía. Tropezaba y caía a un infinito precipicio, caía y caía. Seguía cayendo y mientras caía esperaba el impacto, pero el impacto no llegaba y era peor, imaginar el impacto, preparar tantas veces el inaudito dolor.
Corría, nadaba, al límite de mi ser. Me disparaban de lejos con flechas, con cerbatanas, dardos con curare. Había cocodrilos, podía oír el chasquido de sus fauces en medio de la cenagosa noche. Y en cada chasquido esperaba descubrir con absoluto espanto que me habían mutilado, que me faltaba una pierna o un brazo.
Había víboras también, deambulaba desnudo en medio de una selva, oía el siseo de las víboras, sentía un pinchazo y pensaba ya está, ya fui mordido por una mamba negra pero no. Había sido el chicotazo de una rama arañándome el rostro o una pierna. Lloraba, me salían sollozos de niño porque sabía que nadie vendría en mi ayuda. Lloraba y corría.
Lanzaba trompadas al aire intentando una vana defensa. Pero mis golpes carecían de potencia y de puntería. Cuando lograba pegarle a algo, ese algo no se inmutaba, sonreía.
Entonces me desperté. Agitado, sudoroso, exhausto, impregnado aún del horror, de la pesadilla.
Era domingo, supe que era domingo y ahí estabas vos. Cerré los ojos bien fuerte. Ahí estaba vos. Era Domingo y amanecía.