Alguien murmuró ‘cuidado’; alguien susurró ‘tengo familia’; alguien siseó ‘tiene una bomba’, y la palabra ‘bomba’ pareció repetirse entre los que teníamos la desgracia de estar presentes. La palabra ‘bomba’ rebotó como si se tratara de una pelotita de ping pong con un ataque de epilepsia.
Una cajera del supermercado dio un gritito y comenzó a llorar. Otra cajera se desmayó. Vi a un muchacho que aprovechó el momento para esconder un sobre de mayonesa entre sus ropas.
El hombre usaba lentes oscuros, una gabardina de un verde sucio, bajo la cual debía estar desnudo, ya que en un momento dio un saltito y se le vieron las rodillas. Estaba en ojotas. Tenía el pelo cortado a máquina, y de cada pelo parecía colgar una gota de sudor.
–¡Tengo una bomba! ¡Vamos a volar todos por el aire! –dijo.
El sudor le manchaba el cuello de la gabardina. Tenía una mano en alto, un índice increpando al cielo fluorescente, y la otra mano oculta, entre los botones, bajo la tela, junto al corazón.
La policía había enviado un negociador. Pero el negociador no parecía muy convencido acerca de cuál era su rol. Las tres veces que había intentado hablar con el hombre, no había recibido respuesta.
El hombre se había subido a la heladera de los quesos y hablaba desde allí, a un metro del suelo, mirando a lo lejos, al grupo de aterrorizados que no terminábamos de decidirnos entre tirarnos al piso, o salir corriendo y confiar en la suerte de llegar a la puerta antes que todo volara por los aires.
Un carrito abandonado rodó un par de metros, huérfano, sin que nadie se animara a detenerlo.
–¡Vamos a morir todos! ¡Hoy es el día! –dijo– ¡Hoy es el día!
El negociador lucía confundido y asustado. Varias personas habían optado por arrojarse de cara al piso y colocar las manos sobre la nuca, sin que nadie se los hubiera solicitado. Era lo que habían visto en las películas. Era lo que consideraban apropiado.
Me pregunté cuánto tiempo más se podría soportar semejante tensión. A la altura de mi rostro, los paquetes de fideos ‘Don Vicente’ lucían prolijamente alineados. Me pregunté quién corno me había mandado hacer las compras justo en ese momento.
Entonces el hombre forcejeó un poco y su mano oculta salió a la luz. Elevó el brazo por encima de su cabeza. Alto. Bien alto.
–¡A morir! –dijo– ¡A morir todos!
Hubo quienes cerraron los ojos, presagiando lo peor. Hubo quienes se taparon los oídos con las manos, tan fuerte como pudieron. Y aguardaron la explosión.
Antes de juntar valor para empezar a correr como un bendito, miré. Yo miré.
En la mano en alto, donde debía haber, por ejemplo, una granada, el hombre sostenía un salamín.
El salamín era picado grueso. Todavía portaba su correspondiente trozo de piolín amarillo. El salamín lucía algo machucado, debido a la manipulación, al manoseo al que había sido sometido.
El negociador se secó el sudor de la frente, primero, y utilizó el teléfono celular que colgaba de su cuello para avisar a los policías de afuera que ya estaba bien, que podían ingresar al establecimiento.
Agarré dos cartones de jugo Cepita de pomelo rosado, y me dirigí a la caja rápida.
Una cajera del supermercado dio un gritito y comenzó a llorar. Otra cajera se desmayó. Vi a un muchacho que aprovechó el momento para esconder un sobre de mayonesa entre sus ropas.
El hombre usaba lentes oscuros, una gabardina de un verde sucio, bajo la cual debía estar desnudo, ya que en un momento dio un saltito y se le vieron las rodillas. Estaba en ojotas. Tenía el pelo cortado a máquina, y de cada pelo parecía colgar una gota de sudor.
–¡Tengo una bomba! ¡Vamos a volar todos por el aire! –dijo.
El sudor le manchaba el cuello de la gabardina. Tenía una mano en alto, un índice increpando al cielo fluorescente, y la otra mano oculta, entre los botones, bajo la tela, junto al corazón.
La policía había enviado un negociador. Pero el negociador no parecía muy convencido acerca de cuál era su rol. Las tres veces que había intentado hablar con el hombre, no había recibido respuesta.
El hombre se había subido a la heladera de los quesos y hablaba desde allí, a un metro del suelo, mirando a lo lejos, al grupo de aterrorizados que no terminábamos de decidirnos entre tirarnos al piso, o salir corriendo y confiar en la suerte de llegar a la puerta antes que todo volara por los aires.
Un carrito abandonado rodó un par de metros, huérfano, sin que nadie se animara a detenerlo.
–¡Vamos a morir todos! ¡Hoy es el día! –dijo– ¡Hoy es el día!
El negociador lucía confundido y asustado. Varias personas habían optado por arrojarse de cara al piso y colocar las manos sobre la nuca, sin que nadie se los hubiera solicitado. Era lo que habían visto en las películas. Era lo que consideraban apropiado.
Me pregunté cuánto tiempo más se podría soportar semejante tensión. A la altura de mi rostro, los paquetes de fideos ‘Don Vicente’ lucían prolijamente alineados. Me pregunté quién corno me había mandado hacer las compras justo en ese momento.
Entonces el hombre forcejeó un poco y su mano oculta salió a la luz. Elevó el brazo por encima de su cabeza. Alto. Bien alto.
–¡A morir! –dijo– ¡A morir todos!
Hubo quienes cerraron los ojos, presagiando lo peor. Hubo quienes se taparon los oídos con las manos, tan fuerte como pudieron. Y aguardaron la explosión.
Antes de juntar valor para empezar a correr como un bendito, miré. Yo miré.
En la mano en alto, donde debía haber, por ejemplo, una granada, el hombre sostenía un salamín.
El salamín era picado grueso. Todavía portaba su correspondiente trozo de piolín amarillo. El salamín lucía algo machucado, debido a la manipulación, al manoseo al que había sido sometido.
El negociador se secó el sudor de la frente, primero, y utilizó el teléfono celular que colgaba de su cuello para avisar a los policías de afuera que ya estaba bien, que podían ingresar al establecimiento.
Agarré dos cartones de jugo Cepita de pomelo rosado, y me dirigí a la caja rápida.
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