16.8.06

Desayuno

El hombre entra al bar y cierra la puerta con violencia. Es muy temprano.
–¡Arriba las manos! –dice.
–¡Esto es un asalto! –dice.
–¡No quiero lastimar a nadie! –dice.
–¡La plata, la plata, la plata! –dice.
–¡Nadie se mueva! –dice.
El arma bien en alto, apuntando a un cielo de yeso indiferente. El hombre da pequeños saltitos; avanza un poco como si fuera a iniciar una carrera loca, y se detiene. Retrocede. Vuelve a saltar.
El mozo deposita un café con leche con tres medialunas de manteca, que tenían otro destinatario, en la punta de la barra. Deja la bandeja. Apoya una mano sobre el hombro del muchacho que se sorprende, pero se deja llevar, se sienta sobre la butaca.
Hunde la medialuna en el café con leche, y mastica con frenesí. En la segunda medialuna, deja el arma junto al plato. Engulle las medialunas en dos bocados. Un hilo de café con leche chorrea sobre su barbilla.
Al morder el cabito de la última medialuna, el hombre cierra los ojos; es una fracción de segundo. Su rostro, por lo que dura un instante, reboza beatitud. Mastica. Traga. Termina su tazón de café con leche, apurado.
Se pone de pie. Guarda el arma junto al estómago, bajo el cinto. Abre los brazos. Parece que va a hablar, que va a decir algo. Se limpia la boca con el dorso de una mano.
Sale del bar. Cierra la puerta con sumo cuidado.

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