30.1.25

Parece cortesía


Voy a la parada del colectivo, elijo una parada de colectivo al azar. Es la parada del 109, no conozco muy bien el recorrido, no sé adónde va. Me paro en la parada hasta que viene el colectivo. Hay gente detrás mío, es lo normal.
–Adelante, pase –me aparto un poco–. Suba por favor –y no subo, me quedo en la calle. El colectivo espera unos tres segundos más y se va. Repito la maniobra con el siguiente colectivo, y me voy a tomar un café por ahí.
Voy a un negocio del barrio, una fiambrería.
–Necesito medio kilo de dulce de membrillo –digo, pero justo entra una señora–. Atienda, atienda a la señora, no hay problema.
La señora me agradece y comienza su compra, yo miro mi teléfono celular y me retiro como si hubiera recordado algo, algo importante que debo hacer, alguien que me espera en algún lugar.
La práctica, el proceso con tanta precariedad descripto, lo ejecuto con algunas insignificantes variantes al menos una vez por semana, sin falta.
Es que a mí me dejaron mucho, me dejaron siempre, me dejaron desde que puedo recordar. Y por esas caprichosas piruetas de la vida me ha tocado ver, enterarme, de cómo les fue casi invariablemente, a todas esas maravillosas chicas que me dejaron. Esas chicas que tenían prodigiosos planes, un fantástico potencial.
Es algo no demasiado elaborado, no requiere de complicadas argumentaciones ni pulidos razonamientos, tiene la contundencia de lo fáctico. Una de las cosas que mejor me ha hecho, en la vida, es dejarte pasar.

20.1.25

Lo normal


Nos agarramos a trompadas. La primera mano me tomó por sorpresa un poco cuando la quise esquivar, me dio de lleno en un oído.
Eso te marea, te marea mal, me fui derecho al piso. Me pateó, en los riñones primero, las patadas ahí sí que duelen, en el estómago después. Me hice bolita, aguanté unas patadas más. Todavía estaba aturdido y necesitaba un par de bocanadas de aire.
Logré engancharle una patada y lo hice trastabillar, era mi oportunidad. Me incorporé y embestí con la cabeza como un animal herido. Lo tiré, lo pasé por encima.
Sentía la sangre que me caía de una ceja y en la boca, me debía haber partido un diente. Le pegué con fuerza, dos o tres trompadas netas. Escuché el cricri de su nariz que se partía.
Le hice rebotar la cabeza contra el cordón de la vereda, lanzó un grito.
Me salía sangre de los nudillos. Me dio una trompada en la garganta, no sé cómo, desde el piso.
Nos separaron dos o tres tipos, y un policía al que se le había caído la gorra. Una señora se tapaba la cara con las manos.
–Basta, che –dijo un tipo– ¡Ya está, loco!
Entonces lo miré. Me faltaban casi todos los botones de la camisa. Tenía un feo rasguño que me cruzaba la cara en diagonal. Debió engancharme con el reloj, o con un anillo.
El pibe también me miraba. No supe si acabábamos de chocar, si el pibe me recriminaba que yo le había quitado la novia, si me había tratado de robar, si él era de Chacarita y yo de Atlanta, si le había pateado sin querer el perro, si en la adolescencia habíamos sido amigos.

10.1.25

No me despertaba


Volví a casa. Jueves, más o menos las siete de la tarde. Pasé por el chino y compré unas latas de cerveza, un paquete de grisines, un pedazo de queso Port Salut.
Me sorprendió al llegar ver cierto amontonamiento de gente. Vecinos, curiosos. Policías. Ver vecinos, curiosos o policías por separado ya suele ser lo suficientemente malo, una traumática experiencia. Pero juntos, qué se podía esperar.
Había un par de periodistas de un noticiero, una chica con un micrófono en la mano, un tipo con una cámara cubriendo la noticia. El asunto era qué noticia.
–¿Qué pasa? –le pregunté al portero que no terminaba de decidir si le molestaba tanta gente en la puerta del edificio, o si mandar un mensaje por celular para que alguien lo viera aparecer en televisión.
–El del séptimo B –dijo, con su chaqueña inexpresividad que venía de los indios wichis, de la mismísima Pacha Mama, de un ancestral retraso madurativo tal vez–. Se suicidó.
Me hizo un gesto con la mano como de zambullida, de alguien que se había tirado por la ventana a ninguna pileta.
–No, no puede ser –dije, y lo miré. Para ver si se reía, pero no se reía, nadie se reía. La presencia de la muerte suele quitarle la gracia a tantísimas cosas.
Lo miré porque el portero sabía perfectamente, tan perfectamente como yo sabía, que el del séptimo B era yo.
–No era un mal chico –la vecina del quinto, con su perro salchicha de agudos ladridos–. Muy reservado y respetuoso. A mí siempre me preguntaba cómo estoy, me saludaba bien.
–Traía mujeres –dijo otra señora, mi vecina del séptimo A, que tenía al marido en silla de ruedas–. Y tomaba mucho. Yo veía las botellas en la basura, no es que me interese, pero tomaba. Whisky, principalmente. Y vino. ¡Lo que debía gastar ese tipo en vino!
La policía recababa información sobre los hábitos del fallecido. Sí, vivía solo, sí, trabajaba, lo veían salir de traje todas las mañanas, no, no tenía mascotas ni se le conocían episodios de violencia doméstica.
Al parecer se había suicidado, me había suicidado, arrojándome por la ventana. Había caído en el patio del primer piso. Una señora que escuchó un grito había llamado a la policía.
Ya sé, estoy soñando, pensé. Ahora me voy a despertar, he visto películas parecidas.
Pero no, no me despertaba. La gente seguía diciendo cosas no demasiado favorables sobre mi persona. Vendía droga, estaba en la droga, seguro, dijo uno. No te hablaba en el ascensor, se creía superior, siempre con un libro en la mano, dijo una piba. No tenía lavarropas, dijo una mujer, muy seria, para que el resto tomara conciencia. Si alguien no tenía lavarropas, si alguien llevaba la ropa a lavar al laverap bueno, algo muy malo tenía que suceder con esa persona.
Me acerqué a un policía.
–¿Puedo ver el cuerpo? –Pregunté.
–Sí –dijo–. Tenemos que hacer un reconocimiento y es mejor acá, antes que lo lleven a la morgue. ¿Usted lo conocía?
Hice una pausa para ver si me despertaba pero no me despertaba. Fuimos al patio del primero con dos policías. Levantaron la sábana con la que habían cubierto la cabeza del muerto.
–Sí –dije. Ahí estaba yo, muerto, inmóvil. Con el cuerpo algo retorcido y un curioso rictus en el rostro–. Era un buen tipo, me caía bien.