30.8.24

Para finalmente cambiar tu vida


Años y años de gente sufriendo, el tema que atormenta a casi todos, la sociedad que no puede evitar asociar la delgadez con la felicidad como si eso fuera cierto. El tema de las dietas.
Te explico lo que hay que hacer. El método definitivo. La solución al problema.
La duración del tratamiento es treinta días. Para cambiar tu vida.
Acá viene la parte técnica, instrumental, los detalles.
Durante diez días, durante los primeros diez días, vas a comer en el desayuno un tubo de pringles y una lata de coca cola. Podés elegir el tubo de pringles del gusto que sea de tu interés. Pero el sabor original, las rojas, está muy bien. La coca cola debe ser la roja, ni zero ni light ni nada por favor, ni se te ocurra.
Eso. Cuando te levantás a la mañana, desayunás un tubo de pringles y una coca cola de lata y te vas a trabajar, lo que sea que hagas con tu vida. Nada más, durante el resto del día, nada. Podés tomar agua eso sí, a lo sumo un té. Podés fumar dos o tres cigarrillos por día sin problemas, lo más bien.
Hacés eso, durante diez días.
Luego de los diez días, viene la segunda fase. Lo que podríamos llamar ‘fase 2’.
Ahora pasás a comer el doble. Dos tubos de pringles, dos latas de coca cola. Durante el desayuno. Diez días. El resto del día no comés nada más. Agua, té, un cafecito si precisás. Diez días.
Y luego viene la fase 3, diez días más. Los últimos diez días.
Ahora bajás a la mitad. La mitad del comienzo, medio tubo de pringles, media lata de coca cola. Diez días.
Listo. Eso es todo. Treinta días en total, fácil de entender.
No, no sé si vas a bajar de peso. Pero te vas a sentir distinto, te vas a quedar pensando cosas que nunca pensaste. Eso te lo puedo asegurar.

20.8.24

Salita azul


Qué querés que haga, me acordé y la cuento como me sale, como me viene a la mente. Podés considerarlo un homenaje porque el pibe murió, alguien me vino a contar que el pibe murió. Debe ser por eso.
Trabajaba, yo, en una oficina. No quiero contar mucho de qué trabajaba pero si querés podés decir que era en el sector financiero. Tenía la fuerza de un toro, yo, me había cansado de ser pobre y quería subir en la pirámide hecha de la mierda más pura, cosas que pasan.
El asunto, lo que me quiero acordar, cerró una empresa del grupo donde trabajaba, y como yo venía siendo un empleado correcto, en lugar de echarme me pasaron a otra empresa del mismo grupo. Y como yo encima había mostrado ciertas capacidades dentro de las finanzas, bueno, me pasaron a otra empresa y me pusieron de jefe.
Y en el sector que me ponen de jefe había tres tipos, pero había uno, P. que creía que le tocaba, le correspondía ser jefe a él. Así que le caí mal desde el principio, éramos muy jovencitos todos, menos de treinta años, te creés que te comés el mundo, o que otro no te deja comerte la porción del mundo que te corresponde y no lo podés creer. Después, cuando pasa el tiempo y te venis grande, si tenés suerte vas a entender aquella maravillosa frase de Lily Tomlin creo: el problema con una carrera de ratas es que aún si ganás, seguís siendo una rata. Se refería a Hollywood, supongo, la estimada Lily. Pero se aplica a cualquier oficina, en fin.
El asunto es que el pibe, P., se puso mal de ver que le traían a un jefe de afuera. Y como yo estaba lanzado a conseguir algo parecido a mi progreso personal, bueno. Me di cuenta que el pibe me trataba de complicar las cosas y lo empecé a maltratar un poco. Y yo era bueno en eso, además de ser bueno en mi trabajo. Así que el día a día era una mierda y todos la pasábamos lo peor posible y eso era lo más normal del mundo.
Y el tema fue que un día nos había venido a ver mi jefe, un tipo importante dentro de la organización, y vino de visita con el dueño de la organización, que era entre otras cosas un banco.
Vinieron de recorrida y me estaban consultando sobre un tema y yo le dije a P. algo como ‘bueno, entonces fíjate la variación de los fondos del año pasado’, o ‘Fijate por qué no hicimos las ventas en descubierto la semana pasada’, o cualquier cosa por el estilo. Y entonces el pibe, P., se dio cuenta que no podía responder lo que yo le estaba preguntando, y que por no poder responder lo que le estaba preguntando estaba quedando mal conmigo que era su jefe, y con mi jefe, y con el dueño del banco, todo al mismo tiempo y a la vista de cinco o siete personas más.
–Pero no puedo hacer eso –dijo P. –. No tengo las herramientas.
Acá estamos en la parte de la historia que quería contar.
Yo tenía algo, quizás por haber querido ser escritor, no sé, algo relativo a la facilidad de palabra. Solía decir alguna que otra cosa original o divertida, me salía naturalmente.
–Si tuvieras las herramientas no sería trabajo. Sería salita azul.
Eso dije, delante de todos, delante de mi jefe y del dueño del banco. Eso le dije a P. que sólo atinó a volver a su escritorio y tratar de esconderse detrás del monitor mientras la gente se reía. Porque si le va mal a otro hay que reírse, porque para eso son las oficinas.
El asunto es que pasó el tiempo, pasó la vida podríamos decir, P. se fue del trabajo, yo también seguí mi camino. Y hoy a la mañana estaba en el supermercado y me saludó un tipo que trabajó con nosotros. Nos acordamos de tal o cual cosa y me dijo ‘che, no sabés, murió P.’. Y me contó que a P. se le había desatado una enfermedad de las más terribles, ultraviolenta, que se lo llevó en seis meses. Estaba casado, tenía tres hijos, le gustaba mucho hacer asado, jugaba al fútbol los miércoles con sus amigos.
Entonces me acordé la vez que me dijo que no tenía las herramientas. Y yo te pido disculpas con estas precarias palabras, P., por lo mal que te traté aquella vez, y porque la vida se encarga de recordarnos de muy mala manera lo lindo que era, las ganas que tenemos todos de volver a salita azul.

10.8.24

Todos tenemos un don


Quizás se te escapó viendo breaking bad por quinta vez o leyendo la condorito, no sé cuál es tu situación mental y tampoco me importa. Lo mismo da.
Pero hubo una pandemia. O quizás deba decir hay una pandemia, no, de boludos no, esa pandemia es eterna. El covid podés llamarlo, o facundito, llamálo como quieras. Puede ser una gripe mitad chancho mitad pollo, en fin.
Se habla de eso, la gente se muere además y eso desde ya es tan triste, pero se habla todo el día de eso, en las noticias. Cierran los aeropuertos, te obligan a ponerte una bombacha usada en la cara para entrar al supermercado a comprar doscientos gramos de salchichón y entonces el chino dice ‘non tendo’, como decía siempre, pero ahora non tendo tiene muchísima más fuerza, significa mucho más.
No, ya sé, todavía no dije, nada, no es eso lo que quería decir, adonde quería llegar.
Hay una pandemia entonces, se vino el fin del mundo y quedó al descubierto lo peor de nosotros, hay vecinos que denuncian a un vecino porque dicen que trabaja de enfermero en un hospital y va a traer la peste, del hospital, a sus preciados departamentos de dos ambientes contrafrente donde tienen colgadas unas simpáticas grullas de papel que aprendieron a hacer con un tutorial, origami. Y entonces le pintan la puerta, al vecino, le escriben ‘asesino’ o ‘te vamos a matar’, mientras en la puerta de al lado hay un vecino, otro vecino, que se masturba viendo pornorgrafía infantil pero a ese no le dicen nada porque ese saluda en el ascensor y dice ‘qué caro está todo’ o ‘qué país le vamos a dejar a nuestros nietos’, y toca el botón del ascensor con los dedos pegoteados de esperma y mermelada de arándanos que usa especialmente para meterse los dedos en el culo.
El asunto es que hay una pandemia y nadie quiere morirse porque después que te morís parece que no podés seguir viendo programas de preguntas y respuestas por televisión ni partidos de fútbol de la Cadorna Champions Melba International Ligue, y eso es tan triste.
Pero en medio de lo impensado, de la tristeza y el miedo y el dolor, hubo gente que aprovechó para hacer algo con sus vidas. Quizás viendo que debían aislarse de tantas tareas que antes consumían la mayor parte de su tiempo, quizás para no enloquecer. Como la flor de loto que aparece en medio del barro más infecto y tiene una deliciosa fragancia.
Entonces hubo gente, personas que aprendieron finalmente a tocar el acordeón, o decidieron comprarse un perro y llevarlo a pasear, o dedicarse a estudiar matemáticas o python y encontraron no sé, que las criptomonedas podían cambiar sus vidas o que podían hacerlos parecer interesantes diciendo varias veces en medio de cualquier conversación la palabra ‘blockchain’. Hay maravillosas historias así.
Te cuento que hice yo.
Empecé a comer empanadas. Al mediodía. Bajaba a dar una vuelta y al principio estaba todo cerrado, pero encontré una panadería. Y te atendían sin dejarte pasar, vos estabas en la calle y le gritabas a una piba que estaba detrás de un mostrador, con guantes quirúrgicos y una cofia en la cabeza. Entonces descubrí que las panaderías, la mayoría, también venden empanadas.
Empecé a comprar empanadas en cualquier panadería que encontrara en mi camino, porque bajaba a caminar, aunque fuera veinte minutos para mover las piernas. Para no volverme loco.
Y luego, a los seis meses, ya tenías rotiserías abiertas también, y las rotiserías también venden empanadas. Y después estaban las casas de empanadas propiamente dichas, que oh casualidad no me los vas a creer, venden empanadas. Y las pizzerías claro.
Así que estuve tres años comiendo empanadas al mediodía, eso es lo que hice durante la pandemia. Y entonces me sucedió, porque el conocimiento llega de las más variadas formas, de las más extrañas maneras, que desarrollé una capacidad, un don.
Vos me das una empanada de cualquier lado, de la capital federal, vas y comprás empanadas y traés las empanadas a mi casa. Y yo me vendo los ojos, doy dos mordiscos, lo que equivale a decir que como media empanada. Unos treinta segundos ponele, y te digo de qué negocio es. La empanada.
Listo, eso es todo. Tengo una efectividad del 98%. En empanadas de carne mi efectividad es del 100%, pero en jamón y queso o queso y cebolla bajo un poco. La gente no lo puede creer, vienen amigos y hacen la prueba de alejarse de mi barrio, van a una panadería de morondanga no sé, en floresta. Pero yo no fallo. Toco la empanada, como si la sopesara por un instante en una mano, luego la muerdo, dos mordiscos. Cierro los ojos. Y te digo de dónde es la empanada, de qué negocio es.
¿Cómo? Ah, claro. Vos querés saber la utilidad de mi don. Para qué carajo sirve lo que hice, la facultad que me llevó dos años desarrollar.
Mirá no sé. Tenía hambre.