No hablan, ya nadie habla, hace tiempo que hablar se dejó de usar, pasó de moda como los pantalones pata de elefante. Sin saberlo desde ya, piden socorro.
Entonces gritan, no pueden parar de gritar. Por teléfono celular principalmente, en cualquier parte, en la calle, en un transporte público repleto de gente.
–¡Ravioles! ¡A la noche comemos los ravioles que quedaron del freezer! –dice una mujer y mira alrededor como si fuera Diana Krall y acabara de terminar un tema.
–Ayer miré la tele, y después me dormí –dice un hombre por teléfono y asiente, asiente esperando que alguien también asienta, alguien que le confirme que si miró la tele y durmió entonces es muy probable que esté vivo, que todavía respire.
En los bares pasa lo mismo, exactamente lo mismo. Se te sienta una parejita en la mesa de al lado y ella grita ‘¡Ahora voy a retirar el análisis de sangre!’, y te mira porque si se va a buscar el análisis de sangre entonces, aunque prácticamente no tiene nada que se parezca a una vida, tiene sangre. Algo es algo.
La gente cree que si repiten lo que les pasa una y otra vez, cada vez más fuerte, quizás logren volverse un cachito más interesantes. Puede que el oído ajeno les regale algún significado a esa sucesión de imbecilidades, una maldita cosa detrás de la otra (dijo Winston), la vida.
En lo personal ya casi no digo nada. Murmuro apenas, cuando voy a comprar jamón y queso en la fiambrería, digo ‘permiso’ cuando entro a un ascensor, pido un café en alguna parte. Digo ‘gracias’, también, a veces, ‘muchas gracias’. Y nada más, miro por alguna ventana cómo pasan los autos. Por lo general vivir es un fastidio que no merece mayores estridencias ni comentarios.