Sucedió como suceden esas cosas, las importantes. Las cosas que te cambian la vida llegan, ocurren, por lo general, de la más extraña manera.
Ana tenía treinta y siete años, dos divorcios, una preciosa hija que se llamaba Catalina, trabajaba en una escribanía y si bien no era profesional, sabía hasta el más mínimo detalle, conocía cada vericueto del complejo mundo de los poderes, las escrituras, las legalizaciones.
Los viernes a la noche Fernando se llevaba a Catalina, a veces la devolvía el sábado a la noche, a veces el domingo a la mañana. Y Ana aprovechaba para alquilarse una película, generalmente una película donde actuaba Sandra Bullock o Meg Ryan, y se pedía sushi en un delivery, y tomaba quizás dos copas de vino blanco de calidad menor.
No había sido nada de lo que había querido ser, pero Ana sabía perfectamente que eso era algo que le pasaba a casi todo el mundo. Una rascaba, apenitas, la costra de realidad, y debajo había una tristeza muy honda, muy profunda, una tristeza capaz de inundar todo en un segundo si te olvidabas de revisar los diques de contención un par de veces por semana.
Ana no conocía a nadie que estuviera contento, ni familiares ni amigos, después de los treinta años nadie estaba contento. Tenías la televisión, tenías las clases de gimnasia y de yoga, los cursos de teatro, o de fotografía, pero eran distractivas maniobras y no mucho más que eso, una forma de tratar por un par de horas de no pensar que eras lo que eras, que te pasaba, día tras día, lo que te pasaba.
Hasta que un día Catalina trajo un pequeño hámster, del colegio. Lo habían sorteado en la clase de ciencias naturales, y Catalina había sido premiada. Habían decidido, en la clase de ciencias naturales, estudiar el interior del animal siguiendo unas coloridas láminas, y no matarlo. Cuando la profesora en un primer momento había dicho que lo iban a ahogar, al hámster, en formol, y luego lo iban a abrir para ver cómo funcionaba por dentro, las chicas habían llorado. Una compañera de Catalina se desmayó de sólo pensarlo. El hámster, finalmente, no sería sacrificado.
Ana había dicho que no, que nada de animales en casa, pero Catalina había tenido el mayor berrinche de su vida, y el hámster venía en una simpática pecera de vidrio, con su ruedita para jugar y su diminuto cuenco para el agua. Comía una hojita de lechuga, unos pedacitos de manzana.
Ana dijo que sí, pensó que el hámster se moriría en una semana a lo sumo, que Catalina se olvidaría como siempre y comenzaría con otro tema. El santo oficio de la paciencia, trabajo de madre.
Sucedió de la manera más casual. Ana estaba sola y era viernes, ya había comido y se había servido su segunda copa de vino blanco. Estaba tirada en el sillón del comedor, particularmente triste porque la vida era amarga. Ana pensó que no la abrazaba un hombre, que no sentía un sudado y peludo torso frotándose contra ella, hacía más de tres meses (¿cinco?).
Sacó al hámster de la pecera, pero sólo porque se sentía la mujer más desgraciada del planeta, el teléfono nunca sonaba, y quería ver algún movimiento para no morirse de pena, algo que se moviera en la frialdad de la casa.
Olvidé decir que el hámster se llamaba ‘Flecha’, quizás porque tenía una mancha, negra, triangular, entra las dos orejas, encima de lo que sería la cara, como si fuera, la mancha, la punta de una flecha. Habían votado nombres para el hámster, en la clase de ciencias naturales, y ‘Flecha’ se había impuesto por sobre ‘Ulises’ y ‘Firulais’.
Ana estaba en bombacha y un remerón, y sacó a Flecha de su jaula de cristal. Para poder servirse más vino, apoyó a Flecha sobre su abdomen. Y Flecha apuntó directamente ahí, en lugar de correr o escapar. Flecha fue directamente a su vagina, y se paró justo encima, encima de la vagina de Ana, y se puso a olisquear.
Sin pensarlo, Ana se bajó la bombacha y volvió a colocar a Flecha allí, sobre su vello púbico. Y Flecha hizo exactamente eso, olisqueó un poco primero, dio dos o tres ínfimos pasitos después, y comenzó a hurgar, con la rosada punta de su hocico, en la abertura de Ana.
Abrió un poco más las piernas, Ana, y ayudó a Flecha, con dos dedos, a entrar. La entrada es gratis, la salida vemos, Ana recordó haber escuchado decir esa frase a Charly García, por televisión, alguna vez, aunque no pudo recordar en qué contexto. La frase se le vino a la mente. Y Flecha entró, la cabecita primero, con sus largos bigotes y sus orejitas y el rosado hocico y todo lo demás, el tronco después. Ana podía sentir al hámster dentro de ella, lamiendo, aunque no sabía si los hámsters tenían lengua, o royendo, moviendo las patitas apenas, imposibilitado de retroceder, suponiendo que los hámsters supieran caminar marcha atrás, ya que Ana, con determinación no exenta de ternura, con firmeza no exenta de cuidado, impedía que el animal abandonara la zona.
Ana tuvo un precioso orgasmo, sintió que todo su cuerpo vibraba en una particular y única nota, para luego deshacerse, experimentó una tibieza, como si se hiciera pis, como cuando era chiquita y se hacía pis en la cama y hacerse pis en la cama era la sensación más placentera del mundo. Se le cayó la copa de vino, escuchó el lejano ruido del vidrio al partirse contra el parquet.
Al ratito abrió los ojos, se incorporó un poco, contra el respaldo del sillón, hizo emerger a Flecha del interior de su vagina. Se lo notaba, al animal, algo exoftálmico por la falta de oxígeno, hecho un pegote, como si la pequeña ratita hubiera decidido peinarse con gel. Pero respiraba. Con la yema de un índice pudo sentir el diminuto corazón corriendo a toda velocidad.
Había sido, sin dudas, una de las experiencias más intensas de toda su vida, y un hámster debía costar cuarenta o cincuenta pesos en una veterinaria. Caminó hacia su cuarto y al pasar por el baño pensó que no, no tenía fuerzas para juntar los vidrios rotos. Se bañaría mañana, la vida no era tan mala.
*ningún animal fue herido durante la escritura del presente fragmento.
9 comentarios:
afiladísimo.
me cautivaste desde la primera oración...a partir de la aparición de "flecha" no dejé de sonreir ni un sólo minuto.
beso
Hasta la mitad del texto pensé en suicidarme o faltar a la clase de fotografia. La otra mitad es amor puro. Lo felicito. Abrazo.
Por un momento -largo- temí por la vida de flecha.
El perro es el mejor amigo del hombre, ¿será el hámster el mejor amigo de la mujer?
Gracias a Dios que se olvidó de ser un roedor...!
Atte/
Descomunal escrito. Me quedo con la noción de que algunas -pocas- grandes revelaciones no solo son intensas en cuanto al fondo, sino también a las formas.
Un saludo.
Me encanto,me pregunto ahora qué habrá sido del hámster..
Un beso grande!
Con razón... el otro día fui con mi novia a un sex-shop y entre los juguetitos y los disfraces había 4 peceras, vacías, con hamsters. Uno valía mucho mas que el resto porque era epiléptico.
La explotación animal no tiene limites.
Saludos.
Suele suceder que esos chispazos de epifanía, esas cosas que realmente te cambian, que te sacuden, llegan así, un viernes a la noche en tu casa cuando un cuarto de kilo de helado, dos whiskys y una japa serían suficientes para colmar las expectativas de la jornada. Pero bue, se presentan así, inesperadamente, como un peludo de regalo, si viene al caso.
Saludos y abrazo.
PD: Brillante el relato; mención aparte para la elección del nombre "flecha"; yo pensé en anzuelo o en el nombre aquélla mujer que me cuesta olvidar, ya que comparten, los tres elementos, eso de que la entrada es fácil (usted dijo gratis, sí, ya sé) y la salida... bue, de la salida ojalá pudiese decir lo mismo.
*alelí! en una oportunidad, le consultaron, en medio de algún absurdo reportaje, al señor anthony burgess, cuál era la misión del escritor. el señor anthony burgess respondió: ‘agradar e instruir’. yo, que a veces escribo pero no soy escritor, similar diferencia a la que existe quizás entre ser jugador de fútbol y jugar a la pelota. a mí, entonces, le decía, me gustaría poder decirle al bueno de anthony, que quizás se haya perdido verla sonreír. un beso para usted.
*dany! piense usted, no es un dato menor, que el suicidarse tiene aparejado, implica por decirlo de algún modo, al mismo tiempo, faltar a la clase de fotografía. que todo tiene su costado positivo si se lo sabe mirar, eso quería decir. un saludo.
*samain! el día que se invente un hámster que sepa conducir y además traiga algo de dinero a casa, los hombres tendremos que entender, no digo aceptar, que nuestra misión en el planeta tierra ha concluido.
*jorge! usted, es innegable, conoce cada recóndito vericueto de las sagradas escrituras. me permito citar, de literal manera, aquel versículo: al césar lo que es del césar, y al hámster lo que es del hámster.
*yoni bigud! a la hora de algunos temas considerados importantes, hay gente que tiene particular predilección por las formas, están otros que sienten apetito por el fondo. en mi caso personal, en lo que a mí respecta, soy poseedor de la más rigurosa de las convicciones. me cojo lo que puedo, lo demás lo vamos viendo. un saludo y gracias por el adjetivo.
*palabras al viento! el hámster, al día siguiente, conversando con un amigo, le dijo ‘no sabés lo que me pasó’. un beso para usted.
*sergio! que nos vaya bien a todos.
*mr. verbal kint! usted, con singular pericia, con la displicencia que sólo puede venir de la mano del talento, como al pasar, describe una situación. viernes a la noche, cuarto kilo de helado, dos whiskys, japa. pensar que hay gente que todavía insiste con alguna carrera de ciencias sociales, o enfermería, o visitar un ashram en la recóndita india, buscando el sentido, algún sentido, de la vida. un saludo para usted, un abrazo para usted.
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