7.6.09

Guruji

El gurú agonizaba, el gurú se moría. Descansaba en su lecho de flores rojas y blancas, y parecía estar prácticamente sumergido en ellas. Asomaba su cráneo huesudo, cubierto por una fina capa de piel, insuficiente para cubrir lo que albergaba el interior, y asomaban las venas apenas palpitantes, los huesos del cráneo, como si les faltara un tris para quebrar el pergamino epitelial.
El gurú siempre había sido delgado merced al más estricto vegetarianismo y a su vida de asceta, de meditador y peregrino. Se lo veía por lo general sentado, envuelto en su chal, o de pie, apoyado en un bastón. La imagen a lo Gandhi, que todo el mundo había visto alguna vez, esas escuálidas rodillas, ese andar como si se estuviera desplazando por un río, como si el agua lo cubriera hasta la cintura y fuera imperioso andar con extremo cuidado.
El gurú tenía 83 años, y había anunciado que moriría a los 83 años. Permanecía recostado en su lecho de flores, exánime, dos dedos, índice y pulgar de su mano derecha, acariciando una flor.
Y era todo ojos, dos protuberancias al borde de la exoftalmia, su mirada todavía vivaz, recorriendo la inmensidad de la sala, sus pupilas de un negro infinito en medio de la esclerótica que ya no era nívea sino amarillenta.
Había música de fondo, un sonsonete tarareado por cientos de voces, los presentes que permanecían haciendo tintinear campanitas y susurrando mantras tantas veces ensayados.
El incienso en el aire resultaba algo empalagoso, excesivo tal vez, pero los discípulos juraban y perjuraban que era la fragancia preferida del maestro.
A los costados del gigantesco camastro, dos jóvenes con el torso desnudo abanicaban al maestro con hojas de palma. Eran los meses de mayor calor en Naipul.
El gurú, con un rictus de contrariedad por el esfuerzo, alcanzó a levantar un índice, la señal acordada cuando requería que le humedecieran los labios con té de mango. La muerte siempre resulta algo triste, aunque el maestro había explicado hasta la extenuación que no había motivos para estar triste, por la contundente razón que no había muerte. Un cambio de envase tan solo, para continuar su obra de misericordia y simpatía infinita.
El gurú se moría, y había que regocijarse.
–Maestro –dijo uno de los muchachitos calvos de la primera fila, poniéndose de pie, inclinándose sobre el lecho–, maestro, antes de irse, ¿cuál es el sentido de la vida?
El gurú abrió los ojos, con infinita bondad, lo que hizo que el muchacho se acercara un paso más y torciera la cabeza, prestando su máxima atención al momento sublime.
–Pelotudo –dijo el gurú. Y se murió.

4 comentarios:

Alelí dijo...

y si!

besos

PD: igual ud. caballero me debe una respuesta.

Yoni Bigud dijo...

La sabiduría elige siempre el camino más simple. La síntesis perfecta entre la palabra y la interpretación.

Igual el pelotudo no entendió, se lo aseguro.

Un saludo.

La condesa sangrienta dijo...

Vió? estar en el umbral de la muerte, ser vegetariano y asceta no es condición necesaria para descubrir la pelotudez ajena.
Yo, por ejemplo, ando esquivando la parca, soy carnívora y le doy al cuerpo lo que pide. Así y todo puedo darle una lista larguísima de pelotudos.

J. Hundred dijo...

*alelí! manda besos, pide respuestas. a ver, seguridad!

*yoni bigud! como dijo el filósofo, sabio y amigo, Pedro Pablo Mostanesa: cualquiera puede decir ‘nada es perfecto’, ahora para decir ‘la perfección no es de este mundo’ se necesitan capacidades muy diferentes.

*condesa! si todos los pelotudos/as que conozco se dieran la mano, más que abrazar el malba podrían envolverlo para regalo.