Vamos y hacemos lo que hace todo el mundo. Una cena, una botella de vino, cogemos un poco. Unos mates a la mañana, dos o tres cuadras que caminamos juntos, la gente que me repugna por lo general sin ninguna razón, un perro que mueve la cola y se me acerca como si supiera algo, algo que sólo él y yo sabemos.
O vamos al cine a ver una película malísima pero nos reímos de una chica que come un balde de cinco kilos de pochoclo o de un señor con una rotunda peluca de un desteñido rubio ceniza. Pedimos una pizza, miramos por televisión la National Geographic donde los leones atacan a las cebras o los cocodrilos esperan haciéndose los distraídos para comerse algo. Me contás que querés cambiar de trabajo, te cuento que escribí un cuento, no sé, nos dormimos.
Así pasamos un tiempo sin hacer nada demasiado importante, tres meses, seis como mucho.
Hasta que te das cuenta que no te alcanza. Que no se puede flotar por flotar y nada más esperando que el tiburón de la vida te arranque a mordiscones los tobillos. Planes, proyectos, cosas por las que vale la pena luchar, cosas que hay que hacer. Me lo explicás, a tu manera, y sin excesivo rencor me decís que te vas. Nos despedimos.
Al poco tiempo te das cuenta que no das más, que mi ausencia es desgarradora, como si abrieras una palta y le faltara el carozo. Algo está mal, algo falta, y lo que falta es, aunque no lo puedas explicar, lo que le daba a las cosas algún sentido.
Somos estatuas de sal queremos volver, cantaba Carlos Alberto García Moreno cuando era Charly García. No se te ocurra mirar hacia atrás, yo también estoy remal. Hay que seguir.