12.1.16

En la foto


Estaba en un all inclusive, en el norte de Brasil. No te rías, no me preguntes cómo.
El asunto fue que a fin de año yo había estado a punto de pegarme un balazo en las pelotas. No me salía una, eso era lo habitual, lo de siempre. Lo que sucede es que a veces te cansás, que no te salga una. Eso es más jodido.
Un amigo mío se iba a un all inclusive, con la mujer y su hijo pequeño. Gran amigo, nos conocíamos de toda la vida. Me invitó a que fuera con ellos. Me dijo ‘vas a descansar, te va a hacer bien, salís de Buenos Aires’.
Y ahí estaba yo, en el norte de Brasil. Metiéndome al mar todas las mañanas, nadando un poco, recordando aquella agradable sensación de las olas, el gusto a sal en la boca. Pálido como un fantasma, caminando con dolor sobre la hirviente arena, buscando refugio debajo de una palmera algo alejada del resto de la gente. Sobornando a un mozo para que fuera y viniera todo lo que fuera necesario, tomando caipirinha desde las diez de la mañana. El mundo no podía ser tan malo.
A los tres días ya conocías de vista a todos. Sabía qué culo de una brasilera, algo mayor pero todavía potente, había que mirar, sabías dónde se sentaba el chiflado con zapatillas de trescientos dólares que insistía en mantener su rutina de entrenamiento en medio la playa, las adolescentes para las cuales lo que sucedía en sus teléfonos celulares era infinitamente más importante que el mundo real, la divorciada con su hija de once años fastidiada hasta el paroxismo porque ya nunca sería objeto de deseo como aquella vez, los jugadores de vóley sin poder parar de romper las pelotas, y así.
A unos diez o quince metros, había un matrimonio joven. Arranqué mirando a la mujer, porque estaba bárbara. No mucho más de treinta años, castaña, contenta. Buen culo, yo soy un tipo mucho más de culos que de tetas, y esa mujer tenía buen culo. Un culo corto, compacto, resistente. No es lo habitual ver culos así, son culos que se dejaron de fabricar. Usaba coloridas bikinis, se reía, tenía una fantástica risa. Iba y hacía una clase de gimnasia que daban en la playa y volvía, sudorosa, abrazaba a su marido. El hombre, el marido, era delgado, se notaba que practicaba deportes, se sentía orgulloso de su cuerpo. Fibroso, se ataba el cabello con un piolín como el Cani en su mejor momento (cuando le hace el gol a Brasil y vuelve caminando y se ríe y la cámara lo enfoca y está tan contento y todos creímos que la felicidad era posible, que la Argentina como país tenía alguna posibilidad). Hablaba por teléfono celular, cerraba algún negocio. Discutía un poco, apenas, y después encendía un cigarrillo. Enérgico, solvente. Tenían dos chicos pequeños, rubiones, esbeltos. Ella iba y venía, maravillada por cualquier cosa, con su fantástico culo siguiéndola a todas partes.
Usaban prendas de calidad, buen calzado, el bronceado perfecto. Eran la armonía, la felicidad que da el saber que llegaste adonde querías llegar, que estaban con quienes querían estar, que eran, bueno, lo que querían ser. Saber que estás donde querés y en ninguna otra parte. Sentir que te lo merecés, la vida se alegra de verte y te muestra su mejor cara. Es un placer, y el descanso, el reposo del guerrero.
Volví de mis veinte minutos de mar, trataba de revivir, de encontrar motivos para seguir arrastrando el pesado carro de mi existencia. Me saqué un poco de sal en las duchas, intentaba llegar a mi reposera sin que la arena me desollara por completo las plantas de los pies.
–Disculpá.
No podía ser, pero me estaban hablando, a mí. Pero no podía ser, porque nadie me conoce y no tengo nada que hablar con nadie. Estoy viejo, estoy gordo, estoy viendo cómo hago para juntar los pedazos de mi atribulado ser y de algún modo seguir adelante.
–Disculpame –era la mujer, de pie, sonriente, le sacó el teléfono de las manos a su marido– ¿No nos sacás una foto?
Me detuve, miré hacia abajo, intenté meter la panza para adentro.
–Pará –el hombre se acercó–. Ponete mis ojotas, así no te quemás los pies.
La mujer se acercó, era más linda todavía. Su cabello húmedo y atado, su piel olía bien. Me dio el teléfono, me indicó qué botón apretar.
Se juntaron los cuatro, sonrieron. El hombre jugó a darle golpecitos a uno de los chicos que habían puesto adelante y que insitía en darse vuelta, y él le decía que no, que no se diera vuelta porque iba a arruinar la foto, y volvía a darle un golpecito en la cabeza. Y todos se reían.
Fue un instante, apenas. Lancé el teléfono, con un diestro movimiento, con todas mis fuerzas, al mar. El teléfono voló por el aire hasta que se hundió en el agua. Y ellos miraban, miraban lo que estaba sucediendo por un intervalo de tiempo que parecía transcurrir en cámara lenta, mientras duraba el inconcebible momento hecho de algo oscuro y espeso como melaza entre los dedos, con las bocas abiertas, todavía sin entender.
–¡Pero qué hacés! –Dijo el hombre. Dudaba entre avanzar y tratar de golpearme, o ir hacia el mar a buscar el teléfono que ya no servía más, suponiendo que pudiera encontrarlo.
–Disculpame –dije–. Pero los vi tan felices, tan geniales, tan perfectos. Me di cuenta que ustedes son todo lo que siempre quise. No pude soportarlo, esa es la verdad.

5 comentarios:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Si no fuera porque es una idiotez plantearlo, comentaría que descubriste que es lo que querés.
Así que me abstengo.
Sí, que es interesante la descripción de la mujer.
Y buen recurso lo del giro, lo de repentinamente arrojar el telefono. Es lo que hace interesante leer algo.
Aunque si fuera real, tuvieron ganas de arrojarte al mar.

J. Hundred dijo...

*el demiurgo de hurlingham! quedamos así.

Marina dijo...

Muy bueno, Jota. Le mando un beso soplado.

Agustin dijo...

Uno quiere lo que no tiene. Yo haría un cuento al revés del hombre queriendose cortar las pelotas, con dos pendejos en Brasil, una mina superficial, queriendo estar solo, mirando cuanto culo se le presente ante sus ojos, en un all inclusive, con la libertad de tomarse una caipirinha hasta las 10 de la mañana.

J. Hundred dijo...

*marina filoc! la abrazo.

*agustin! sólo del otro lado del ocaso verás los arquetipos y esplendores, dijo el venerable ciego. y yo quiero creer que, al igual que la notable línea argumental que usted esboza, nos estaba diciendo que cruzarse todos los días con maría kodama en la cocina, te podía terminar rompiendo un poquito las pelotas. lo saludo con sana camaradería.