12.4.14

Éramos jóvenes, era verano


Estoy en un bar, desayunando. Tuve que ir a dar sangre para el papá de un amigo. La verdad que no me divierte ni me interesa, dar sangre. Pero la gente que conocés se divide en dos grandes grupos: los que te van a pedir sangre, y los que te van a pedir plata. Así que si me piden sangre, bueno, doy.
Fui muy temprano, di sangre. Me quisieron pesar, antes de dar sangre, tomarme la presión, verme los hematocritos, evaluar mi estado de salud. Flaco, yo vengo y te doy sangre. Si no te gusta cómo está, la sangre, no sé, usala para hacerte buches, o como lustramuebles. Pero no me jodas.
Di sangre, finalmente. Medio litro. Y me fui a desayunar, a mirar por la ventana de un bar. A seguir con mi vida.
Estoy por Boedo, todavía no son las ocho de la mañana. El café con leche está bien caliente y espumoso, las medialunas brillan como pequeños soles. El mundo se ordena.
Entra un muchacho, al bar. Tiene el cabello todavía húmedo. Está muy abrigado, con esas camperas de jean que adentro tienen corderito. Usa una bufanda a cuadros, también, roja y verde. Hace frío.
–Hola –dice el muchacho, y permanece de pie, junto a mi mesa.
–Hola –digo. Espero que apoye sobre la mesa cualquier cosa que sea lo que vende para decirle que no, que no compro. Que se vaya.
–¿Me puedo sentar? –Dice el muchacho. Pareciera que está nervioso, titubea.
Lo miro. Hago silencio. En tantísimas cuestiones, el silencio es la mejor respuesta. Haberlo sabido antes.
–Le quiero decir algo –corre una silla, con lentitud, se sienta sin tocar, con la espalda, el respaldo de la silla–. Soy tu hijo.
–¿Eh? –suelto la taza de café con leche, suelto la birome, suelto un soplido, lo que equivale a decir que suelto el aire.
–Soy tu hijo, Juan –tiene los puños apretados sobre la mesa–. Mi mamá es Silvana, la conociste en Villa Gesell, trabajaba de moza. Ella no me quería decir tu nombre, pero yo insistí. Me contó cómo se conocieron. Vos trabajabas en un boliche, ese verano. Mamá, Silvana, estuvo casada con otro tipo, después. Pero se separó, vivimos en San Bernardo.
–No –dije–. No puede ser.
El chico debe tener quince años, quizás dieciséis. Y se parece, un poco, a mí. Es alto, los desordenados rulos, narigón. No sé, cómo era yo de jovencito. Silvana, Silvana, ¿una moza de Miró? ¿De Dogo’s? ¿Cogía yo en Villa Gesell? ¿Con quién cogía? Andaba drogado todo el tiempo, fue hace tanto.
–Sí, sos mi papá –prosigue, el muchacho–. No te asustes, no quiero nada. No vine a pedirte nada, no te voy a hacer ningún reclamo. Sólo quería conocerte, verte la cara.
–Mirá –digo–. Si sos mi hijo, jamás me enteré. Silvana no me buscó ni me dijo nada. Ni siquiera sé quién es Silvana, no consigo recordarla.
–Entiendo –dijo el pibe–. Pero ella sí se acuerda de vos. Me dio tus datos. Dice que hacías surf, y que tenías un fantástico sentido del humor. Dijo que la hacías reír, eras un capo.
–No sé –digo, tomo un sorbo de café con leche–. No me acuerdo.
–¿Qué hacés? –mira el cuaderno abierto sobre la mesa, garrapateado con mi letra de loco– ¿Puedo mirar?
–Sí, claro.
Lee, el pibe, durante cinco minutos. Lee lo que escribo, historias donde todo me sale mal, donde el mundo entero es una mierda, donde los perros son atropellados con metálica indiferencia, y llueve todo el tiempo, y la vida es como mirar a través de un televisor en blanco y negro con el volumen bajito. No hay esperanza, para taparnos de la desesperación, sólo tenemos la frazadita del fracaso.
–No entiendo –dice, levanta la cabeza, me mira–. Para vos todo está mal. Yo no soy como vos, si no algo de lo que escribís resonaría en mí. No podés ser mi papá.
–Y no –sonrío, es una estúpida sonrisa–. Quizás te equivocaste, o te dieron mal el apellido. Quizás tu mamá estuvo, bueno, con más gente. Quiero decir, no la juzgo, pero éramos jóvenes, era verano.
–Puede ser que tengas razón –suelta mi cuaderno, con algo de desprecio, algo bastante parecido al asco–. Chau.
–Chau, pibe. Que tengas suerte.
Se va, con la bufanda en la mano.
Siempre tuve la sensación que la literatura no había hecho nada por mí, tantos años escribiendo para nada, ni libros ni premios. Ha sido, la literatura, una fastidiada puta a la que me he cogido mal. Ningún resultado.
Hasta esta mañana, claro.

7 comentarios:

Anónimo dijo...

Ventaja que tenemos las mujeres: siempre sabremos cuantos hijos tenemos.

Bob Harris dijo...

Conociendo lo poco que uno puede conocer a alguien por cosas como las que usted escribe acá estoy seguro que esto es autobiográfico, tan autobiográfico como si realmente hubiera ocurrido.
Abrazo

J. Hundred dijo...

*salomè! las mujeres tienen infinidad de ventajas por sobre los hombres. aunque a mí no se me ocurra ninguna en este particular momento. la saludo.

*bob harris! soy portador de algo que se conoce como ‘criterio de verosimilitud’. también tengo una panza por demás considerable. lo abrazo.

Yoni Bigud dijo...

La frazadita del fracaso. Me gustó eso.

Por desgracia abriga mejor que cualquier otra. Y por fortuna usted ha logrado meter debajo a la literatura. Y le ha sacado sus frutos.

Lo saludo con el mayor respeto.

J. Hundred dijo...

*yoni bigud! la frazadita del fracaso, la manta polar de la derrota. usted entiende. lo saludo con estima.

Mr. Kint dijo...

Lo malo de cogerse con asiduidad a una fastidiada puta es que después te rompen las bolas cuando vas a donar sangre. Lo malo de los hijos es que te van romper los huevos en momentos tan sagrado como el desayuno.
Peor es nada, dicen, yo no sé.
Le mando un abrazo.

J. Hundred dijo...

*mr. kint! lo percibo, cómo decirlo, entusiasta, motivado. lo abrazo con resquemor.