30.10.25

Cualidades perdurables


Estoy en un restaurante, tengo una reunión, no conozco a la persona que tengo sentada enfrente ni a su acompañante, ignoro el tema de la conversación. Al parecer yo tengo algo para decirles, algo sobre un tema que a ellos les interesa. No sé tocar la guitarra, así que no estoy firmando un contrato con una discográfica, y no soy neurocirujano, así que no estamos fijando honorarios de una operación. En una oportunidad, hablando con unos tipos en el trabajo, cuando se le preguntó a uno de qué trabajaba respondió: me reúno con personas a hablar de cosas. Y a mí me pareció que era una respuesta inapropiada y absurda, que no se podía responder de esa forma porque era una más que tonta manera de no decir nada, pero después las cosas fueron cambiando. Es extraño, aquella respuesta se me fue antojando más y más apropiada, así es mi vida.
Ingresa una persona al restaurante. Es un hombre que al parecer me conoce y sonríe. Así que me pongo de pie, el hombre avanza hacia mí, doy dos o tres pasos yo también. Nos saludamos algo efusivamente.
–¡Qué hacés, loco! –su entusiasmo es genuino y eso está bien, el afecto en cualquiera de sus manifestaciones está bien.
–Animal –digo, porque algo hay que decir. Podría haber dicho ‘master’ o ‘qué hacés, ninja blanco’, pero no. Dije lo que dije.
–Estás más gordo –me mira el ombligo, a la altura del ombligo–. Y más pelado. Y ojeroso, y con arrugas, y bastante mal vestido también, estás muy cambiado –no deja de sonreír, mientras ha ubicado por encima de mi hombro la mesa con la gente que lo está esperando. El también tiene una reunión, un almuerzo, un negocio que atender.
–Vos no che, vos tenés la misma cara de boludo de siempre –le palmeo cariñosamente una mejilla–. Te reconocí de inmediato.

20.10.25

No creo que sea para aplaudir


Cuando el avión aterrizó después de doce horas de vuelo, cuando finalmente la bestia metálica y narigona logró apoyar las patitas sobre el asfalto y todos tuvimos la no menos curiosa sensación de estar sobre la tierra otra vez, cuando la máquina pasó ese breve pasaje durante el cual uno siente la fragilidad del cuerpo humano ya que parece que se te van a volar los huevos junto con parte del fuselaje. Pasado todo eso decía y justo entonces, la gente aplaudió. Un aplauso que se extendió a través de las filas, enérgicas palmas después de tantas horas de no haber tenido gran cosa para hacer más que saber que se está en el aire.
–Usted no aplaude –me dijo una señora sentada a mi derecha, muy receptiva por cierto, que se había pasado la totalidad del vuelo aceptando lo que le dieran. Una señora que sí quería una copita de champán y sí quería otra porción de ensalada rusa de un peligroso y amarronado amarillo y sí quería café y sí quería la toallita para la cara y sí quería la tarta de arándanos y una cucharada de pija de ornitorrinco bebé. Una señora algo mayor con expresión de saber que lo mejor en cada momento de la vida y por decirlo entonces de alguna forma entonces todo el tiempo, era aceptar y aceptar y aceptar la situación cualquiera sea porque para eso fuimos puestos sobre la faz de la tierra y no mucho más que eso.
–No, señora, no creo que sea para aplaudir –carraspeé un poco, tenía la garganta hecha mierda y unas ganas de escupir importantes–. Se aplaude en mi opinión un acto, una maniobra, una performance meritoria. Se aplaude a quien ha hecho algo muy por encima de lo estrictamente necesario. Usted parece sugerir a pesar de sus profundas limitaciones expresivas, que debo aplaudir al piloto por haber llegado a destino y por haber aterrizado la nave. Lo que quisiera saber entonces es cómo debería toda esta maravillosa muchedumbre manifestar su desagrado, quizás su descontento, en caso de haberse dado la contraria.

10.10.25

Algún nombre hay que ponerle


Llamémoslo ‘cambio de paradigma’, algún nombre hay que ponerle. Funciona más o menos de la siguiente manera. Lo vas a entender enseguida, es muy sencillo.
Cada cinco años más o menos, entre cuatro y seis si vos querés, pero es más de tres seguro y menos de siete, seguro también. Cada cinco años todo aquello en lo que creías, tus más íntimas convicciones en cualquiera de los rubros del horóscopo, se derrumban como un castillo de tergopol.
Nada, eso. Es sencillo como te dije. No vas a poder creer lo que te pasa. Con el amor, con el dinero, con la salud, con el trabajo. Tampoco desde ya, es su intrínseca condición, con las sorpresas.
Llamémoslo ‘cambio de paradigma’ si no te jode, algún nombre hay que ponerle. Te deja sentado, el piso puede ser el de la cocina de tu casa o en una vereda cualquiera, puede ser la mañana de un caluroso martes de diciembre o un domingo por la tarde después de haber comprado doscientos gramos de salchichón y doscientos de queso de máquina en el chino. La sensación es muy parecida a la de recibir una violenta patada en el pecho, no es divertido ni agradable.
Ah bueno, vos querés saber qué hay que hacer. Nada, te levantás y seguis con lo que sea que te parezca importante, tu estúpida vida.