30.7.25

Sujeto en cuestión


Cada tanto muestran por televisión y lo hacen varias veces así que no es preciso esforzarse en buscar, cada tanto muestran, decía, en esos canales donde investigan temas de cultura general, a la tribu con los hombres más viejos del mundo, o a una mujer que tiene ciento veintisiete años, o el pueblito donde los habitantes jamás oyeron hablar del colesterol, y así.
Puede ser un pueblito perdido en un valle del Ecuador, puede ser una tribu africana que habita a la vera de un río del Congo, o unos italianos escondidos detrás de una ignota montaña.
El asunto es que cuando te muestran al sujeto en cuestión, al hombre más viejo de la tribu o a la mujer de ciento cuarenta y tres años que tuvo treinta y tres hijos, uno puede ver, invariablemente, a un sujeto con dos o tres pelos en la cabeza y casi ningún diente. Una sonrisa que parece decir que todo le chupa un huevo o que el mundo es una mierda sin remedio o una combinación de los dos enunciados anteriores.
El sujeto en cuestión fuma, puede ser una pipa hecha con huesos de animal, o una especie de puros cortos y mal armados que engancha en un costado de la boca. El sujeto en cuestión bebe, un alcohol barato hecho con el destilado de frutas podridas o alguna raíz de la zona. El sujeto en cuestión se ha cogido a lo largo de su vida todo lo que ha podido sin el más mínimo decoro ni sentido de la responsabilidad incluyendo familiares y amigos.
Agréguese que el sujeto jamás ha ido a un gimnasio, no ha corrido nunca más que para escapar en una oportunidad de un leopardo que lo había elegido como almuerzo, no usa desodorante ni perfumes ni es muy afecto a la higiene en general.
Sucede entonces que yo estoy en esa línea, la de los grandes hombres que despiertan admiración y respeto una vez que se ha dejado transcurrir el tiempo suficiente. Aunque claro, cómo no, puede ser que al principio te impresiones un poco.

20.7.25

Pablito no se adapta


Bajo a la calle. Para ir a trabajar debe uno primero bajar a la calle. Es de esta forma que se empiezan a entender las sutiles diferencias entre lo malo y lo peor.
Bajo del ascensor, al cual primero me subí. Ahora me falta pasar la puerta de calle y comenzar el día. En automático, modo seguir.
En la puerta de calle hay una vecina. La vecina del noveno A, Marta. No sé gran cosa sobre Marta, más allá que es una mujer grande (en edad, en peso), que tiene un marido que camina mirando para abajo, dos hijos que la visitan con periodicidad quincenal, y tiene un perro. El perro es un cocker algo tristón de un beige muy claro y orejas que prácticamente tocan el piso. El perro se llama Pablito. Las veces que me he cruzado con Pablito en el ascensor parece medio hinchado las bolas, de los vecinos, de Marta, del mundo en general. Es un perro que no demuestra mucho interés ni por las personas ni por otros perros ni por la mierda. Es un perro así.
El asunto entonces es que está Marta en la puerta, y Pablito, y un sujeto más, un paseador de perros que sostiene como puede otros nueve perros de distintas razas y tamaños, todos babeándose, con ganas de coger unos, con ganas de cagar otros, que es lo que hacen los perros por lo general.
Marta le está explicando al paseador de perros que va a cambiar de paseador. Pero no se trata, así lo explica Marta, de ninguna falta por parte del joven que además exhibe y ostenta la contextura y los modos de un gorila plateado y yo pienso como al pasar que si este muchacho se llega a enojar vamos a tener un problema todos. Es que a su modo de ver Pablito no se adapta al grupo dice Marta, el grupo lo aísla, no lo contiene, quizás en otro grupo Pablito esté más contento, con perros más grandes o más peludos, no sé.
Saludo, paso la puerta pero la discusión sigue. El paseador expone sus motivos pero Marta dice que su decisión está tomada, todo bajo la inexpresiva y legañosa mirada de Pablito.

10.7.25

Y eso es tan triste


Mi amigo H. me cuenta que su mujer descubrió que él, H., tiene una amante. Mi amigo H. está casado hace ya muchos años, más de diez, menos de veinte. Tiene, H., junto con su mujer, tres hijos, dos varones y una nena.
Mi amigo H. pide otra cerveza y dice:
–V. me descubrió.
El descubrimiento acontece de una manera más o menos tradicional. Una llamada telefónica inoportuna, un cambio en el tono de voz, un fastidio nuevo y particular, las tremendas ganas de ser joven otra vez y sentarse a fumar en el balcón pensando en el maravilloso abanico de cosas que todavía te pueden pasar.
–¿Y qué hiciste? –le digo mientras mastico un puñado de maníes–. Tenés que negar todo –Eso es lo que dicen los pensadores de las corrientes tradicionales de la infidelidad. Aunque te encuentren desnudo metiéndole el pito en la boca a la sirvienta uno debe comenzar la frase diciendo ‘no es lo que vos pensás’.
–Le dije la verdad –H. niega con la cabeza–. Le dije que ya no se trataba de ponerme la careta del hombre araña o de esperar que se durmieran los chicos para subir a coger a la terraza. Le dije que no tenía más versiones de mí mismo, que los vínculos se agotan, se mueren de muerte natural y eso es tan triste como cualquier otra muerte. Le dije que ya no podía recordar las cosas que me habían gustado de ella cuando la conocí. Le dije que la vida nos pasó por encima con su flechabus de dos pisos y me puse a llorar.
–¿Y ella? ¿Qué te dijo?
–Me dijo que yo era un pelotudo. Que su hermano abogado se iba a encargar de arrancarme el corazón. Me dijo que la casa estaba a nombre de ella y que yo iba a poder ver a los chicos cuando ella quisiera. Me dijo que no quería volver a verme la cara. Y me dijo que yo era un pelotudo, una vez más.