30.5.25

Títulos para un libro de poemas


Títulos para un libro de poemas:

A vos nunca te abrazaron así.
Ganaron los malos.
No me peguen en el piso.
Mi pija en tus manos.
No va a ser lo mismo.
Perdiendo la gracia.
Desesperaciones.

¿Los poemas? ¿Vos querés ver un poco los poemas? Los poemas son como los de todo el mundo. Hablan de amores perdidos y de caminatas bajo la lluvia y de amaneceres en la playa. Los poemas hablan de perros bigotudos que renguean y de cosas que no suceden o que debieron suceder diez años antes, de tremendos desencuentros y de niños que se suspenden por un instante bien arriba sobre verdes hamacas y es apenas por ese instante pero qué instante como si se colgaran del cielo y se escuchan risas y son las risas que recordaremos para siempre y es así.
No me digas que los títulos no están buenísimos, los poemas no tienen importancia.

20.5.25

Yo sabía


Estaba desesperado, esa es la verdad. Desesperado como Woody Allen en ‘Hannah y sus hermanas’ creo, donde el tipo sale a buscar el sentido de la vida y va a ver a un cura, a los panteras negras, a sabios, a los hare krishnas, y así. Y cuando uno lo ve en la película es gracioso, muy gracioso, pero cuando te pasa a vos ya no es tan gracioso.
Estaba triste y estaba solo y sentía que la vida no tenía sentido, que me habían mentido y me habían dicho que me preparara para algo que al final no ocurría nunca y lo que sí ocurría era que había descubierto que se había hecho tarde para todo y listo. Si yo fuera el Puma Rodríguez hubiera dicho ‘agarrensé de las manos’ pero no, no soy el Puma Rodríguez así que no dije nada.
Así que probé con el karate y la natación y estudiar coaching boliviano y jugar al backgammon y hacer un curso de teatro pero cada vez estaba peor. Se había cortado el piolín que le daba sentido a las cosas y yo no sabía cómo hacer para seguir. Dormía mal, me levantaba peor. El café con leche se ponía tibio en cualquier bar y yo apenas daba un sorbo, mordisqueaba una tostada mal untada, sin convicción, con mermelada berreta de esa que te dan en unos cuadraditos minúsculos con tapita de metal tipo muestra gratis. Miraba los desteñidos colores de esas mermeladas absurdas y me daban una ganas de largarme a llorar como un chico.
Alguien me habló de la meditación trascendental, que la meditación trascendental le había cambiado la vida. Era la escuela del Maharishi, el peludo que se había hecho famoso en la época de los Beatles. La meditación trascendental te cambiaba la vida, te volvías a reír. ‘Ves la vida en colores’ me dijo la chica que me recomendó, justamente, hacer meditación trascendental, y me dio un número de teléfono. La chica no tenía ganas de coger, no, pero sí de darme el número de teléfono para que hiciera meditación trascendental. Cosas que pasan.
Llamé, pedí una entrevista, fui. Me citaron un domingo a la mañana. Era por Olivos, una callecita cerca del río, una casa divina con un precioso jardín donde me di cuenta que no era capaz de reconocer las más elementales variedades de flores.
Me atendió un señor bastante flaco de unos sesenta años, canoso, peinado con raya al costado, traje, sin corbata, afable, correcto.
Le conté mi vida, me sorprendió ver que podía contar mi vida en no más de diez minutos, mis frustraciones, mis angustias, la falta de sentido que me estrujaba el corazón como un pomelo.
La hago corta. El señor, el señor V. me explicó las virtudes de la meditación trascendental. Me explicó que era una técnica, un pasaje para llegar a la felicidad suprema. Había que sentarse quince o veinte minutos, dos veces por día. No hacer nada, respirar, repetir una palabra, un mantra que el propio V. me proveería. Y listo. Sentarse veinte minutos, repetir la palabra, apagar el monitor de la mente que era la verdadera causa de todas las tristezas. Pasar a otro nivel, cambiar de pantalla en el jueguito de la vida.
Me explicó que tenía que asistir el próximo domingo, llevar un pañuelo de color verde y una fruta para el rito de iniciación, y me darían mi palabra. Porque cada persona tenía una palabra, una palabra que le pertenecía y lo llevaría de la mano por el camino de la meditación, de la meditación trascendental. Tenía que traer trescientos dólares también, era el costo del entrenamiento para que la fundación pudiera seguir esparciendo la técnica de meditación trascendental por el mundo. Siendo un occidental civilizado no veía ningún inconveniente en ese punto.
Le dije que no iba a volver. Que le agradecía su tiempo pero no iba a volver. Me ofrecí a pagar los trescientos dólares también, ahí mismo. V. se mostró un poco sorprendido, no era la reacción habitual. Lo normal era que la gente quisiera la palabra, la forma de llegar a Dios o la conciencia absoluta o lo que fuera pero pidiendo descuento. Supongo que querían llegar a Dios de la manera más económica posible, llegar a Dios en clase turista. No te digo en primera, pero a mí me gustaría llegar a Dios aunque sea en business.
Le dije que yo sabía cuál era mi palabra. Le dije que entendía, después de haber conversado con él, entendía perfectamente en qué consistía la meditación trascendental. Le dije, porque lo vi negar con la cabeza, que yo sabía cuál era la palabra que me correspondía desde siempre, y cuando se la dijera entonces él comprendería que yo sabía de meditación trascendental como si el Maharishi mismo me hubiera hablado en sueños, como si yo tuviera destino de iluminado también, aunque no supiera todavía con exactitud en qué consistía mi misión sobre la faz de la tierra.
La palabra que me correspondía, mi palabra, era ‘pedazodepelotudo’.

10.5.25

Veo veo


Cuando veo alguien que usa un paraguas veo alguien que no entiende la lluvia, alguien que no entiende que no le quedan muchas experiencias más intensas para vivir que mojarse un poco.
Cuando veo alguien que usa un cuchillo de costado para acomodar con quirúrgica precisión el queso por sobre la superficie de la pizza, veo alguien que no ha comprendido que la vida es mucho más arbitraria que justa, alguien que estaría dispuesto a confundir conveniencia personal con orden universal una y otra vez, alguien que no alcanza a comprender que el reparto de aceitunas en el planeta tierra es movido por cubiletes que se agitan en otros planos.
Cuando veo alguien que se maquilla en el subterráneo veo alguien que se distrae en los detalles, alguien que prefiere ocultar una imperfección del rostro mientras otro alguien en ese preciso instante le pedorrea la cara.
Cuando veo alguien que habla muy alto por un teléfono celular veo alguien que está pidiendo socorro, alguien que no puede parar de aullar el horror de estar vivo sin importar el tramado de la conversación que se va derramando sobre el asfalto indiferente.
Cuando veo alguien que dice ‘a mí lo único que me importa son mis hijos’, o ‘esto yo lo hago por las nenas’, o ‘primero está la barra, los amigos’, veo alguien que está dispuesto a arrancarte el corazón por una lata de arvejas y a obligarte a tomar el agua que queda en la lata y a vender el video.
Cuando veo alguien que compra algo con descuento justamente porque tiene descuento veo alguien que se ha extraviado, alguien que no consigue recordar con claridad lo que le pasó los últimos diez o quince años ni sabe muy bien para qué salió de su casa esta mañana.
Cuando veo alguien que juega a la lotería o a la quiniela o que apuesta a cualquier jueguito al lado de alguien que pide una moneda en cualquier esquina, veo que siempre estuvimos tan cerca y aún así el desencuentro era de lo más inevitable.