30.9.25

Mermelada o mayonesa o aceitunas


El psicoanálisis puede ser una gran cosa, supongo, no sé, no tengo tampoco problemas al respecto. En admitirlo, digo, que puede ser de ayuda, la gente sufre, la gente vive atormentada, no hay dudas. Y hay un nexo, una conexión, cualquiera lo sabe, entre el cuerpo y la mente. El ochenta por ciento de las enfermedades del cuerpo, quizás más, empiezan en la mente. Ayudemos a la mente entonces, y estaremos ayudando al cuerpo.
Pero, siempre hay un pero. La mente es en mi opinión el más delicado de los mecanismos. Un mecanismo de una fragilidad y precisión inaudita, creo que todos coincidiremos en eso. Para el cerebro, si ustedes me acompañan con la imagen, incluso así se le dice, cuando uno se refiere a esa zona, a esa parte de la cabeza, suele referirse a la misma como ‘el frasco’.
Para ver qué pasa, entonces, para estudiar el mecanismo, es preciso abrir el frasco. Y para abrir el frasco, cualquiera de ustedes lo recordará perfectamente, ya sea de mermelada o mayonesa o aceitunas, la técnica es bastante rústica. Hay que dar un golpe, hacer un movimiento de torsión tan brusco como enérgico, meter un cuchillo de costado para, después de un sonido similar a un soplido, a una exhalación, poder hacer saltar la tapa.
En el caso de las aceitunas, en el caso de la mayonesa, en el caso de la mermelada, la maniobra no acarrea mayores perjuicios. Pero en el caso de la mente, bueno, algo salpica, algo del contenido se toca, algo se jode y después no hay forma de arreglarlo por más buenas intenciones que se tengan.

20.9.25

Sospechas


Antes que se inventara el cáncer, antes que nadie supiera muy bien de qué carajo se trataba cualquier trabajador, cualquier oficinista, no bajaba de un paquete de cigarrillos diario. Antes que se inventara el colesterol, antes que nadie supiera qué corneta era eso, en la televisión se daban recetas para tortas con dieciocho huevos y la gente en los cumpleaños se ponía a bailar y se reían y te podías coger una prima lo más bien, incluso una tía. Antes que se inventara la hipertensión, antes que en los consultorios se mencionara casi en un susurro al ‘asesino silencioso’ y se bajara la vista como si alguien hubiera detectado junto a un zócalo una temible mamba negra, cualquier abuelito se tomaba dos whiskys (old smuggler, o criadores) antes de la cena.
Antes que se inventaran los gimnasios, antes que se mencionara por los medios de comunicación audiovisuales la importancia de tener un buen estado físico, cualquier persona que hubiera sido vista trotando en un parque o en una playa sin una pelota o una paleta de por medio, hubiera sido observada como alguien necesitado de ayuda o afecto, alguien con severos trastornos psíquicos. Una pena.
Lo que te quiero decir es que a alguien le conviene tenerte ocupado con todas estas boludeces, asustado, triste.

10.9.25

En el avión


Dos filas adelante un hombre se puso nervioso. Acabábamos de levantar altura y el avión se estaba estabilizando. Había sido un despegue sin problemas.
–¡Quiero bajar! ¡Déjenme bajar! –gritó el hombre. Se sacó el cinturón de seguridad y se arrancó la camisa. Le pegó a una pasajera un cachetazo. Debía ser un sujeto de unos sesenta años, un metro setenta, cabello canoso, algo gordito. Usaba lentes.
–¡Tranquilícese, señor! –Las azafatas se movieron con celeridad y precisión, acorde al reglamento. Vino un comisario de a bordo muy bien peinado, fornido pero en versión marica, algo asustado por la situación. También se había acercado otro hombre, probablemente el copiloto, dispuesto a colaborar.
–¡Nos vamos a caer! ¡Nos vamos a morir todos! –el hombre se pasaba una mano por la cara y por la cabeza como si le picara, desesperado. Retrocedió un poco y cerró los puños. No iba a calmarse fácilmente– ¡Vuelvan a tierra ahora mismo! ¡Me quiero bajar!
Las azafatas miraban al comisario de a bordo esperando sus instrucciones. El sujeto no daba muestras de tranquilizarse. Iba a ser preciso recurrir a una acción más directa.
Yo me había puesto de pie, tenía al sujeto a menos de dos metros de distancia. Di un paso al frente por el pasillo, me acerqué aún más. Podía desnucarlo de una trompada.
–Ponete la camisa, ridículo –le dije al oído–. Mirá la panza que tenés.
El sujeto tomó la camisa que había quedado contra el respaldo de su asiento, se secó la frente con un antebrazo y volvió a sentarse.