30.6.25

El precio de las naranjas


Cuando la conocí éramos jóvenes, ella estudiaba filosofía, letras, sociología, psicología, antropología, no sé qué más. Escribía artículos en revistas marginales, se bañaba poco, leía a Sartre, a Foucault, a Deleuze, y en medio de cualquier conversación usaba varias veces la palabra ‘dialéctica’, la palabra ‘semiótica’, hacía continuas referencias a la revolución. Decía bastante ‘mayéutica’, también.
La veo ahora en el supermercado con un niño de la mano. El niño, está muy claro, es su hijo. Tiene pecas el niño, va en ojotas y con el cabello cortado a máquina por una mano poco hábil. Hace un calor del carajo.
La saludo a distancia con cierta timidez, un asentimiento de cabeza, una mano apenas levantada, un dedo en alto.
Ella se acerca, sonríe.
–Cómo estás –le digo.
Ella hace un comentario acerca de lo caro que está todo, el precio de las naranjas, de cómo se casó y se divorció casi de inmediato, de su pequeño prodigio que se llama Brian, de las cósmicas injusticias que trae aparejada la condición de inquilino, las ofensas que se deben soportar en un trabajo como docente, cuando si hay alguien que va a salvar al mundo son los docentes encargados de tratar con el más preciado de los materiales, mejorar el futuro.
Luego hace silencio, se queda callada. Yo levanto la vista, pero no hay ninguna revolución, ni una pizca de semiótica en ninguna parte. Sólo la góndola de los quesos con ese olor tan particular, tan característico.

20.6.25

La vida continúa


Me fui a vivir a Pinamar. Bueno, no fue tan así. Mi vida, que venía siendo una árida meseta desde hacía tanto tiempo, empezó a ir hacia abajo. Y más abajo.
Así sucede. Moni me dijo que se estaba viendo con otro tipo, alguien de la oficina, alguien que la escuchaba y la cogía (no al mismo tiempo, creo). Así que se fue, bueno, en realidad me dijo que me fuera yo. En el trabajo me vino a hablar un subgerente regional, me dijo que yo era un tipo muy valioso y me rajó a la mierda.
Me caía, veía el sinsentido de la vida en todo su esplendor. Me asusté, dejé de dormir. Tenía algunos ahorros y la absoluta convicción de ser un pelotudo.
Entonces mi amigo R. me dijo que tenía un departamentito en Pinamar que era de sus padres, donde había pasado las vacaciones de chico. Me dijo que fuera unos días a despejarme el bocho. No me parecía una gran idea pero yo tampoco tenía ninguna otra idea, así que fui.
Agarré el auto, metí en el bolso un par de calzoncillos, tres remeras. Siempre me había gustado la sensación de salir de la ciudad, parar en la ruta en una estación de servicio donde todo sucede en cámara lenta y a la gente no parece importarle un pomo de nada, tomar un café con leche con un húmedo alfajor. Fumar un cigarrillo, sentarse en el auto, seguir.
Pinamar fuera de temporada estaba lo más bien. Encontré un par de rotiserías y un bar donde nadie te llevaba el apunte. El departamento era una planta baja de lo que parecía un ph de dos pisos a más de diez cuadras del centro, si abrías una ventana podías escuchar el mar.
Me empecé a sentir bien. Caminaba todas las mañanas y metía las patitas en el mar a pesar del frío, encontré una casa de pastas donde vendían los mejores agnolottis de ricota y nuez del mundo, compraba vino en el supermercado, conseguí algunos libros, dormía siesta. Sentí que algo se acomodaba en mi interior.
A los quince días llamé a R., me vino a visitar el fin de semana. Le dije que le quería pagar el alquiler, que me quería quedar un par de semanas más. ‘Quedate a vivir si querés, esto no lo usa nadie’. Así que me quedé.
Pasaron dos meses, cuatro, seis. Yo no paraba de mejorar, se rompió el televisor y no lo arreglé. Tenía un ipad que andaba bastante bien.
Aunque todo lo que conté, lo que dije, no viene al caso de la historia. Empezó a venir un gato. Un gato atorrante, bigotudo, atigrado. La primera vez se asomó por un hueco de la ventana que daba a la calle.
–Hola –dije. Se quedó un rato y se fue.
Al día siguiente, cuando me senté a leer algo en la computadora dejé la ventaba más abierta y un plato con leche apoyado justo en el borde.
Vino, estudió la situación. Después, sin dejar de mirarme por si había alguna trampa, se tomó la leche, se relamió, se pasó una pata por la cara y se fue.
Venía todas las mañanas. Le ponía un platito con leche o una lata de atún en oliva, después compré alimento para gatos, el mejor.
–Hola Rómulo –le dije un día.
Empezó a quedarse adentro, dormía la siesta o me miraba. Un día se acercó y se subió a mis piernas y lo acaricié.
–Gracias, Rómulo. Muchas gracias –dije.
Pasó el tiempo. Rómulo se subía a la mesita de luz y me miraba fijo hasta que yo me despertaba y le preparaba el desayuno. La vida continúa.
Y un día. Un amigo me consiguió una entrevista de trabajo. Fui y volví. Me fue bien, iba a ganar unos mangos. Podía alquilar un departamentito por Colegiales, volver a trabajar, tratar de enderezar la precaria canoa de mi existencia. Había pasado casi un año. Volver.
A la mañana siguiente me senté a fumar y a mirar por la ventana. Apareció Rómulo, se subió al marco de la ventana.
–Tengo que hablarte, Rómulo –dije.
Y le expliqué. Lo que me pasaba, lo que me había pasado, que había llegado la hora de volver y que lo mejor para él era no tener que pisar nunca la ciudad maldita. Lo miré a los ojos, le dije que él iba a saber entender.
Me miraba, me miraba tan quieto y de pronto, con la más absoluta suavidad hizo un movimiento con la pata. Como un tigre que mide su fuerza, me rasguñó la cara, Hizo eso y se fue.

10.6.25

Para que lo sepas


Quiero que sepas que estoy desesperado, desesperado como sólo puede estarlo un lobo que descubre, porque lo descubre casi una milésima de segundo antes de sentirlo, es paradojal pero es así, un lobo que descubre y siente, te decía, que una de sus patas ha quedado enganchada en la trampa y no va a haber manera de salir. La desesperación se transforma en un fuego que arrasa el cada vez más inexistente abanico de posibilidades.
Quiero que sepas que estoy triste, triste como sólo puede estarlo una tortuga de esas chiquititas que deben llegar a la orilla del mar, pero llegar a la orilla del mar implica caminar una pila de metros con esos pequeños pasitos de tortuga mientras lo que sobrevuela la arena son cóndores o águilas o unas aves picudas que simplemente se divierten viendo cómo sus sombras se reflejan en círculos antes de decidirse por acelerar para bajar y comer. Triste porque la tortuguita se sabe con una capacidad de torcer su destino idéntica a la de una aceituna en una picada.
Quiero que sepas que estoy solo, solo como sólo puede estarlo un pez, cualquier pez que nada en la inmensidad del mar y advierte a su lado la unívoca aleta y la musiquita que eligió Spielberg aquella vez y sabe, el pez, que el mar es grande pero qué macana porque las probabilidades se van como una luz debajo de la puerta cuando uno más las necesita.
Quiero que sepas que te quiero mucho y que me acuerdo de tantas cosas mientras en la televisión hay National Geographic demos gracias a Dios por eso.