Me fui a vivir a Pinamar. Bueno, no fue tan así. Mi vida, que venía siendo una árida meseta desde hacía tanto tiempo, empezó a ir hacia abajo. Y más abajo.
Así sucede. Moni me dijo que se estaba viendo con otro tipo, alguien de la oficina, alguien que la escuchaba y la cogía (no al mismo tiempo, creo). Así que se fue, bueno, en realidad me dijo que me fuera yo. En el trabajo me vino a hablar un subgerente regional, me dijo que yo era un tipo muy valioso y me rajó a la mierda.
Me caía, veía el sinsentido de la vida en todo su esplendor. Me asusté, dejé de dormir. Tenía algunos ahorros y la absoluta convicción de ser un pelotudo.
Entonces mi amigo R. me dijo que tenía un departamentito en Pinamar que era de sus padres, donde había pasado las vacaciones de chico. Me dijo que fuera unos días a despejarme el bocho. No me parecía una gran idea pero yo tampoco tenía ninguna otra idea, así que fui.
Agarré el auto, metí en el bolso un par de calzoncillos, tres remeras. Siempre me había gustado la sensación de salir de la ciudad, parar en la ruta en una estación de servicio donde todo sucede en cámara lenta y a la gente no parece importarle un pomo de nada, tomar un café con leche con un húmedo alfajor. Fumar un cigarrillo, sentarse en el auto, seguir.
Pinamar fuera de temporada estaba lo más bien. Encontré un par de rotiserías y un bar donde nadie te llevaba el apunte. El departamento era una planta baja de lo que parecía un ph de dos pisos a más de diez cuadras del centro, si abrías una ventana podías escuchar el mar.
Me empecé a sentir bien. Caminaba todas las mañanas y metía las patitas en el mar a pesar del frío, encontré una casa de pastas donde vendían los mejores agnolottis de ricota y nuez del mundo, compraba vino en el supermercado, conseguí algunos libros, dormía siesta. Sentí que algo se acomodaba en mi interior.
A los quince días llamé a R., me vino a visitar el fin de semana. Le dije que le quería pagar el alquiler, que me quería quedar un par de semanas más. ‘Quedate a vivir si querés, esto no lo usa nadie’. Así que me quedé.
Pasaron dos meses, cuatro, seis. Yo no paraba de mejorar, se rompió el televisor y no lo arreglé. Tenía un ipad que andaba bastante bien.
Aunque todo lo que conté, lo que dije, no viene al caso de la historia. Empezó a venir un gato. Un gato atorrante, bigotudo, atigrado. La primera vez se asomó por un hueco de la ventana que daba a la calle.
–Hola –dije. Se quedó un rato y se fue.
Al día siguiente, cuando me senté a leer algo en la computadora dejé la ventaba más abierta y un plato con leche apoyado justo en el borde.
Vino, estudió la situación. Después, sin dejar de mirarme por si había alguna trampa, se tomó la leche, se relamió, se pasó una pata por la cara y se fue.
Venía todas las mañanas. Le ponía un platito con leche o una lata de atún en oliva, después compré alimento para gatos, el mejor.
–Hola Rómulo –le dije un día.
Empezó a quedarse adentro, dormía la siesta o me miraba. Un día se acercó y se subió a mis piernas y lo acaricié.
–Gracias, Rómulo. Muchas gracias –dije.
Pasó el tiempo. Rómulo se subía a la mesita de luz y me miraba fijo hasta que yo me despertaba y le preparaba el desayuno. La vida continúa.
Y un día. Un amigo me consiguió una entrevista de trabajo. Fui y volví. Me fue bien, iba a ganar unos mangos. Podía alquilar un departamentito por Colegiales, volver a trabajar, tratar de enderezar la precaria canoa de mi existencia. Había pasado casi un año. Volver.
A la mañana siguiente me senté a fumar y a mirar por la ventana. Apareció Rómulo, se subió al marco de la ventana.
–Tengo que hablarte, Rómulo –dije.
Y le expliqué. Lo que me pasaba, lo que me había pasado, que había llegado la hora de volver y que lo mejor para él era no tener que pisar nunca la ciudad maldita. Lo miré a los ojos, le dije que él iba a saber entender.
Me miraba, me miraba tan quieto y de pronto, con la más absoluta suavidad hizo un movimiento con la pata. Como un tigre que mide su fuerza, me rasguñó la cara, Hizo eso y se fue.