30.11.25

Va a salir todo bien


Han ido a ver a los mejores médicos. Porque pasó lo que tantas veces pasa en las películas. Un chequeo de rutina, un bulto, una mancha. Y entonces todo cambia, se descubre la fragilidad de los piolines que sostienen una vida. Y ya no importa si no es posible alquilar para la quincena de vacaciones en Buzios el mismo departamento que el verano pasado. Y ya no importa si él encontró roto el farolito del Chevrolet la semana pasada, pero si lo estacionó en la vereda de siempre y hay una farmacia que trabaja toda la noche cómo puede ser, qué macana.
Consultaron a los mejores médicos, a los especialistas porque vamos a pagar lo que sea, porque tenemos dos hijos preciosos y sos joven y hay gente que la operan y después le hacen rayos y es cruel pero al principio nada más, después se sigue. Vuelve a crecer el pelo, de a poco se vuelve a sonreír, uno consigue sostener el jarrón antes que se haga añicos contra el piso y son cosas que como dijo Nietzche no te matan y te hacen más fuerte, te mejoran incluso, por qué no, son tus marcas, tus raspones en el complicado y sinuoso circuito de la vida.
Es el día de la operación, la mañana tantas veces repasada por el infatigable verdugo de la mente. Se baja del taxi para ingresar al hospital. Está ella, su madre que ha dicho que tiene que estar presente, que es preciso, y su marido que la abraza como si en cualquier momento a ella se le fueran a doblar las rodillas.
Están por ingresar al hospital a tener un par de rounds con la medicina que es un boxeador más empedernido que técnico pero que no se cansa nunca y generalmente gana (te gana). Han repasado cada detalle de la operación, ella es relativamente joven, el caso no es tan grave, el médico es el mejor.
Están por ingresar al hospital, yo paso justo por delante porque el hospital está en un parque y yo a la mañana suelo dar un par de vueltas por ese parque para mover las piernas, para pensar, para ordenarme.
Están por ingresar al hospital y yo justo paso por delante.
–Entrá con el pie derecho –le susurra sin pensar su marido. Es raro, es ridículo, pero ni ella ni su madre ni yo, nadie se sorprende. Cuando llegan los temas importantes no queda más remedio que recostarse en la suerte.

20.11.25

Uno descubre que la felicidad es posible


Entro a un bar de mi barrio, debo ver a una persona pero es temprano así que pienso dejar transcurrir el tiempo de indolente manera, mirar por la ventana sin pensar demasiado en lo que falló, en lo que no salió, en lo que salió mal. Es martes.
Pasan tres minutos, cinco tal vez, y no soy atendido. Tampoco hay demasiada gente, dos o tres mesas ocupadas, alguien fuma, alguien lee un diario intentando averiguar lo que sucedió hace dos semanas.
Entonces viene una chica muy jovencita, con el cabello recogido y cara de dormida. Trae en la bandeja un café chico, una medialuna de grasa, un vaso con agua. Me mira, deja el pedido sobre la mesa y sonríe. Su sonrisa es como un atardecer en la playa.
–Es genial –le digo–, sabías exactamente lo que necesitaba sin preguntarme. Esto viene a demostrar que existe no sé, llamémoslo sincronía, comunión de almas. Esto significa que el amor existe, que hay alguien sobre la faz de la tierra que es ideal para uno, que casi nunca pasa porque vivimos a oscuras nuestras miserables vidas navegando un eterno desencuentro pero cuando pasa, cuando pasa uno descubre que la felicidad es posible. Sos como si te hubiera soñado, venite a vivir conmigo hoy, dejá este trabajo de mierda. Andá a la caja y renunciá. Debés estar estudiando algo, filosofía, psicología, no sé. Yo te voy a cuidar y vamos a ser felices, va a estar bueno, justo cuando pensaba que ya nada bueno podía sucederme. Andá a buscar tus cosas, avisá que renunciás, yo te espero acá.
–No, mirá –la chica sostiene la bandeja abrazada contra su pecho como una coraza, un escudo para protegerse de un absurdo animal–. Yo trabajaba en un bar del centro, me acordé que siempre pedías lo mismo, dejabas propina.

10.11.25

Veintisiete pastillas de rivotril y un sexto piso


Me llama mi amigo, mi amigo M. Me llama para avisarme que otro amigo nuestro, nuestro amigo S., ha hecho algo poco tradicional por decirlo de algún modo. Nuestro amigo S., me dice mi amigo M., el domingo pasado para ser más exacto, se tomó veintisiete pastillas de rivotril de 1 miligramo y saltó de un sexto piso.
Era domingo entonces, y llovía apenas. Su mujer, la mujer de S. y sus dos hijos estaban todavía en el country, y nuestro amigo S. se había vuelto antes, después del asado, porque tenía trabajo atrasado. Nuestro amigo S. es un abogado, un abogado importante. Vive en un regio piso sobre la Avenida del Libertador, tiene mucho dinero, su señora está bárbara, sus hijos van al mejor colegio, S. maneja un auto alemán que es algo digno de ver. Nuestro amigo S. tiene cuarenta y tres años.
Nuestro amigo S. se salvó del impacto de su caída de un sexto piso no se sabe cómo. Está internado en una clínica. La mujer nos avisa diez días después que su marido, que es precisamente nuestro amigo S., se está mejorando de las lesiones. Que podemos finalmente ir a visitarlo.
Arreglo con M. Es domingo, otra vez. Vamos a la clínica. La clínica queda en Hurlingham, tiene un gigantesco parque, frondosos árboles, pocos pacientes, mucho silencio.
Un enfermero trae a nuestro amigo S. en silla de ruedas. Nos informa que se ha roto una pierna en treinta y tres pedazos, la cadera también, una costilla le perforó un pulmón, tuvo traumatismo severo de cráneo. Pero se salvó, está mejorando.
–Tuvo suerte –dice el enfermero y suelta la silla frente a nosotros–. Rebotó contra un árbol, si no se mataba.
Nos quedamos sentados en silencio, observando a S. de reojo. Tiene un vendaje en la cabeza y lleva puesto un pijamas azul oscuro con pequeños dibujos, me acerco un poco, los dibujos son simpáticos elefantitos blancos enlazados de las trompas. S. está ojeroso, está pálido, está muy delgado. La mirada fija en un punto por encima de nuestras cabezas.
–¿Cómo estás? –balbucea M. Lo conozco y sé que está más nervioso que yo, le tiemblan las manos– ¿Qué hiciste, loco? ¡Si tenés todo, si estás bien! ¿Qué te pasó? No entiendo.
Se hace un silencio. Un niño llora en algún rincón del jardín, probablemente al ver el estado del familiar que vino a visitar. Se escucha cantar a los pájaros y el chirrido de las ruedas de un carrito con bebidas que una prolija enfermera empuja a través del sendero. Hay muchos pájaros, yo nunca había visto tantos pájaros juntos.
–¿Por qué te quisiste matar? –insiste M. – ¿Me podés decir por qué?
–No daba más –dice S. muy despacio y sonríe. Es un sonrisa desde un lugar muy lejano, un lugar del que no se vuelve, yo he ido bastante al cine. Vi muchas películas, cualquiera lo sabe.