Consultaron a los mejores médicos, a los especialistas porque vamos a pagar lo que sea, porque tenemos dos hijos preciosos y sos joven y hay gente que la operan y después le hacen rayos y es cruel pero al principio nada más, después se sigue. Vuelve a crecer el pelo, de a poco se vuelve a sonreír, uno consigue sostener el jarrón antes que se haga añicos contra el piso y son cosas que como dijo Nietzche no te matan y te hacen más fuerte, te mejoran incluso, por qué no, son tus marcas, tus raspones en el complicado y sinuoso circuito de la vida.
Es el día de la operación, la mañana tantas veces repasada por el infatigable verdugo de la mente. Se baja del taxi para ingresar al hospital. Está ella, su madre que ha dicho que tiene que estar presente, que es preciso, y su marido que la abraza como si en cualquier momento a ella se le fueran a doblar las rodillas.
Están por ingresar al hospital a tener un par de rounds con la medicina que es un boxeador más empedernido que técnico pero que no se cansa nunca y generalmente gana (te gana). Han repasado cada detalle de la operación, ella es relativamente joven, el caso no es tan grave, el médico es el mejor.
Están por ingresar al hospital, yo paso justo por delante porque el hospital está en un parque y yo a la mañana suelo dar un par de vueltas por ese parque para mover las piernas, para pensar, para ordenarme.
Están por ingresar al hospital y yo justo paso por delante.
–Entrá con el pie derecho –le susurra sin pensar su marido. Es raro, es ridículo, pero ni ella ni su madre ni yo, nadie se sorprende. Cuando llegan los temas importantes no queda más remedio que recostarse en la suerte.