Ingresa una persona al restaurante. Es un hombre que al parecer me conoce y sonríe. Así que me pongo de pie, el hombre avanza hacia mí, doy dos o tres pasos yo también. Nos saludamos algo efusivamente.
–¡Qué hacés, loco! –su entusiasmo es genuino y eso está bien, el afecto en cualquiera de sus manifestaciones está bien.
–Animal –digo, porque algo hay que decir. Podría haber dicho ‘master’ o ‘qué hacés, ninja blanco’, pero no. Dije lo que dije.
–Estás más gordo –me mira el ombligo, a la altura del ombligo–. Y más pelado. Y ojeroso, y con arrugas, y bastante mal vestido también, estás muy cambiado –no deja de sonreír, mientras ha ubicado por encima de mi hombro la mesa con la gente que lo está esperando. El también tiene una reunión, un almuerzo, un negocio que atender.
–Vos no che, vos tenés la misma cara de boludo de siempre –le palmeo cariñosamente una mejilla–. Te reconocí de inmediato.