Páginas

30.8.25

Peligroso animal


Estoy en un bar. Voy temprano cada mañana a un bar, trato de escribir un poco antes de ir a trabajar, trato de engañarme y creer que mi vida tiene algún sentido, en fin. Cada tanto me canso de la ventana o de la esquina o de alguna persona en particular y cambio de bar, la ciudad está llena de bares con ventanas a través de las cuales se puede mirar.
Viene la moza con mi pedido. Es temprano, ocho y algo de la mañana. Tomo el pocillo de café, inclino la cabeza sobre la mesa, alzo la mano con cuidado y con el pocillo y vuelco el contenido, lo que equivale a decir el café, sobre mi cabeza, sobre la coronilla más precisamente. Al terminar la maniobra me incorporo y me peino un poco para atrás con las manos. Agarro el cuchillo, unto la mermelada y me pinto el dorso de la mano derecha. Con la mermelada. De durazno. Meto mi birome en el vaso con agua.
Y me quedo así.
Se acerca la moza, otra vez. Algo preocupada, se ríe un poco pero es de los nervios. Se protege el pecho con la bandeja, como si hubiera descubierto que debe enfrentarse a un peligroso animal.
–Quedate tranquila –le digo–, vos debés tener un tatuaje en alguna parte. Yo soy raro como me sale, yo soy raro así.

20.8.25

En reparación


Andá a un parque, a una plaza. A cualquier parque, qué importa a qué parque. Al que te quede más cómodo. Andá y sentate en el parque en un banco o en el pasto o contra el tronco de un árbol, fumate un cigarrillo. Y acariciá un perro. Se te va a acercar un perro, seguro. Uno de esos perros atorrantes, bigotudos, que siempre hay en los parques. Hola decile al perro, y acaricialo. El perro se va a quedar al lado tuyo un rato, mientras vos terminás tu cigarrillo.
O andá a un hospital, a cualquier hospital. Andá a terapia intensiva y sentate en la sala de espera. Sentate cerca de alguien que veas que no puede creer lo que le está sucediendo, alguien que acaba de llorar. Ofrecele un vaso de agua o un caramelo. Escuchalo un rato, no digas nada, dejalo hablar.
Vas a ver como enseguida te das cuenta que tu vida tiene sentido. Qué carajo importa si las cosas no salieron como vos esperabas. Tampoco importa si te parece que no das más.

10.8.25

Longitud de onda


Así como existe el teorema que dice que el tamaño del paraguas es inversamente proporcional al tamaño del pito de su portador, teorema que se aplica de manera tan invariable como implacable con los mamíferos medianos del sexo masculino (en el caso de las mujeres, el tamaño del paraguas indica simplemente el tamaño de la garompa que añoran, la garompa que les falta), existe otro teorema que afirma que el tono de voz empleado por una mujer en una conversación a través de un teléfono celular en un espacio público es inversamente proporcional a la importancia de la misma (de la conversación) y a la capacidad neuronal de la susodicha (de la mujer).
Así es posible escuchar durante un viaje en colectivo a las nueve de la mañana a una mujer flaquita, con el pelo algo reseco y unos zapatos bastante caminados, que extrae de su cartera un telefonito de última generación y grita: ‘¡a los sorrentinos les voy a poner salsa rosa!’, o ‘¡ayer Jonathan me miró fijo y me dijo que nos seguimos eligiendo!’. Luego finaliza la conversación, guarda su teléfono y mira alrededor como si hubiera inventado el agua caliente.
No los voy a aburrir con más ejemplos, aunque podría seguir ad nauseam.
Lo importante es remarcar, más allá de la tremenda potencia analítica del teorema y de su exquisita aplicabilidad, lo importante es remarcar decía, que la mejor manera de fracasar es sin paraguas. Y en silencio.