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10.12.25

Dedo mágico


A ver esta no es una historia fácil, el asunto es delicado. Voy a tratar de no caer en la grosería ni ser escatológico. Y resumir claro, porque ahora nadie tiene tiempo ni para leer ni para entender nada. Ahora todo el mundo está muy ocupado aunque cuando rascás un poco apenas nomás te das cuenta que nadie está haciendo absolutamente nada. Pero están a mil, eso sí.
Te resumo y me adelanto. Te tenés que meter un dedo en el culo. Pará, no es tan así, tampoco tanto. Te tenés que meter, apenas, la primer falange de un índice, en el culo claro, y ni siquiera eso. Tenés que pasar un poco la yema de un índice, por el agujero del culo, el propio en este caso. Pero sin exagerar ni encariñarse demasiado, como si te picara el culo y te lo rascaras un poco y con cuidado.
Empecé por el final o no por el final, por la clave del procedimiento. Faltó explicar el para qué, para qué el procedimiento. Ahí vamos.
Yo estaba medio triste la verdad, me habían echado del trabajo y tenía que ver qué corneta hacer con mi vida y no se me ocurría nada. Bajaba a la mañana a dar una vuelta, caminaba cinco o diez cuadras y me sentaba a tomar un café esperando que alguien me llamara. Un amigo, un contacto, alguien que me dijera ‘juan, vos sabés que justo están necesitando…’, o ‘te quiere ver…’. Pero la verdad es que no me llamaba absolutamente nadie, la gente está lo suficientemente arrasada por sus propias vidas como para tener tiempo de tirarte una soga. Si te caés te caés y vas para abajo y se pone todo medio chivo. En fin, te tapa la ola.
Y me sentaba yo a tomar un café, por lo general en heladerías tipo Freddo o en algún Havanna o cualquier cadena de cafeterías que tuviera un par de sillas en la calle. Porque lo que necesitaba era ventilarme, ver pasar los autos. Hay gente que dice que hace bien mirar el mar pero yo vivo en la ciudad pelotudo, así que me invento un mar lo mejor que puedo.
Y me empecé a sentar cada dos o tres días en una heladería que tenía sillas en la calle, me pedía un café horrendo en un vaso descartable y me quedaba ahí sentado, cuarenta minutos o algo así, no más de una hora, tratando de acordarme en qué momento se había puesto todo cuesta abajo y cómo podía ser que no le pudiera dar una vuelta a la cosa. El fracaso es un sarro que se te va pegando en todo el cuerpo y te deja aturdido y enchastrado.
En esa esquina, en otras en general pero en esa también, una especie de plazoleta de cemento, pasa gente. Y la gente que pasa del barrio o lo que fuera suele ser gente que saca a pasear a su perro.
Había una chica que se notaba que debía vivir por ahí porque bajaba en jogging y ojotas, o en shorts y un buzo con capucha, algo dormida, desarreglada. Y bajaba con su perro, un perro pequeño pero no de una raza específica. A que el perro pishara o cagara o ambas cosas.
La chica estaba buenísima y yo tenía ganas de hablarle porque pensaba que si lograba charlar con ella, invitarla a salir, bueno. Sería una indubitable señal que mi suerte empezaba a cambiar. Pero no se me ocurría nada para decirle y sabía que me iba a resultar difícil animarme y eso me ponía más triste.
La chica jamás me había mirado, se sentaba en un banco de cemento y fumaba un cigarrillo mientras su perro hacía lo que tenía que hacer, consultaba su teléfono celular (ella, no el perro), y no mucho más que eso. Terminaba el cigarrillo, le decía al perro ‘vamos’, y el pequeño perro color blanco con una gran mancha color café con leche sobre el lomo la seguía. Eso era todo.
Entonces tuve una idea, una idea genial. No podía intentar hablar con la chica así nomás de la nada. Tenía que atraer al perro, esa era mi jugada.
Y ya te conté todo, esa mañana antes de bajar a la calle me metí un poco un dedo en el culo pero no demasiado. La primer falange del dedo índice de mi mano derecha, soy zurdo. Jugás apenas con el contorno, con el agujero del culo propiamente dicho y listo. Bajé a la calle con el índice cargado.
Caminé, llegué a la heladería, pedí un café en descartable y me senté en la silla de siempre de la pequeña plazoleta de cemento, en la calle. Y esperé.
Apareció la chica, soltó al pequeño perro, el perro se puso a dar vueltas un poco, siempre se me acercaba. La chica tomó su prudencial distancia, se sentó sobre su banco de cemento y prendió un cigarrillo. La mañana era el caos de siempre, pasaban los autos por la avenida.
Hice mi truco. Cuando el perro se me había acercado un poco sin llevarme demasiado el apunte, le dije ‘ey’, y lo señalé. Con el dedo. Con el dedo que me había metido un poco en el culo.
El perro se acercó de inmediato. Se sentó y se quedó mirándome fijo, no a mí, al dedo. Fascinado.
Yo seguí con mi café en la otra mano mirando el horizonte como si estuviera pensando en algo, en el destino de la humanidad, como si fuera un tipo profundo al que le pasaban cosas interesantes y no un salame que no sabía qué carajo hacer con su vida.
–Es increíble.
–¿Eh? –levanté la vista, la miré. Ella me estaba hablando, de pie frente a mí, con una mano en la cintura. Tetas pequeñas, flaca natural, cualidades perdurables.
–Que es increíble –se rió, pitó su cigarrillo, apuntó hacia abajo–. La tenés hipnotizada.
–Ah –miré al perro y lo volví a señalar con mi dedo mágico–. Parece un perro recontrapiola. ¿Cómo se llama?
–Tina –me dijo la chica.
–Hola Tina –dije yo, acercando más el dedo. La perra sólo tenía ojos para mi dedo índice, fascinada–. Sos muy linda, vos y tu dueña también.
–Esto no me había pasado nunca, te juro –Dijo ella y se rió con ganas.
Ya termino. Le pregunté cómo se llamaba y le ofrecí un café, al toque le dije que me gustaría conocerla, invitarla a salir una noche. Me dijo que no me ofendiera pero no, ella estaba estudiando arquitectura y jugaba al vóley para gimnasia y esgrima. Tenía un novio que era programador y hacia taekwondo y era celoso además. Me dijo que se notaba que yo estaba muy hecho mierda y que además debía llevarle como veinte años. Eso sí, cuando se levantó para irse empezó a caminar y tuvo que llamar a la perra tres veces. Tina no se movía un centímetro de mi lado, ni pestañaba.

30.11.25

Va a salir todo bien


Han ido a ver a los mejores médicos. Porque pasó lo que tantas veces pasa en las películas. Un chequeo de rutina, un bulto, una mancha. Y entonces todo cambia, se descubre la fragilidad de los piolines que sostienen una vida. Y ya no importa si no es posible alquilar para la quincena de vacaciones en Buzios el mismo departamento que el verano pasado. Y ya no importa si él encontró roto el farolito del Chevrolet la semana pasada, pero si lo estacionó en la vereda de siempre y hay una farmacia que trabaja toda la noche cómo puede ser, qué macana.
Consultaron a los mejores médicos, a los especialistas porque vamos a pagar lo que sea, porque tenemos dos hijos preciosos y sos joven y hay gente que la operan y después le hacen rayos y es cruel pero al principio nada más, después se sigue. Vuelve a crecer el pelo, de a poco se vuelve a sonreír, uno consigue sostener el jarrón antes que se haga añicos contra el piso y son cosas que como dijo Nietzche no te matan y te hacen más fuerte, te mejoran incluso, por qué no, son tus marcas, tus raspones en el complicado y sinuoso circuito de la vida.
Es el día de la operación, la mañana tantas veces repasada por el infatigable verdugo de la mente. Se baja del taxi para ingresar al hospital. Está ella, su madre que ha dicho que tiene que estar presente, que es preciso, y su marido que la abraza como si en cualquier momento a ella se le fueran a doblar las rodillas.
Están por ingresar al hospital a tener un par de rounds con la medicina que es un boxeador más empedernido que técnico pero que no se cansa nunca y generalmente gana (te gana). Han repasado cada detalle de la operación, ella es relativamente joven, el caso no es tan grave, el médico es el mejor.
Están por ingresar al hospital, yo paso justo por delante porque el hospital está en un parque y yo a la mañana suelo dar un par de vueltas por ese parque para mover las piernas, para pensar, para ordenarme.
Están por ingresar al hospital y yo justo paso por delante.
–Entrá con el pie derecho –le susurra sin pensar su marido. Es raro, es ridículo, pero ni ella ni su madre ni yo, nadie se sorprende. Cuando llegan los temas importantes no queda más remedio que recostarse en la suerte.

20.11.25

Uno descubre que la felicidad es posible


Entro a un bar de mi barrio, debo ver a una persona pero es temprano así que pienso dejar transcurrir el tiempo de indolente manera, mirar por la ventana sin pensar demasiado en lo que falló, en lo que no salió, en lo que salió mal. Es martes.
Pasan tres minutos, cinco tal vez, y no soy atendido. Tampoco hay demasiada gente, dos o tres mesas ocupadas, alguien fuma, alguien lee un diario intentando averiguar lo que sucedió hace dos semanas.
Entonces viene una chica muy jovencita, con el cabello recogido y cara de dormida. Trae en la bandeja un café chico, una medialuna de grasa, un vaso con agua. Me mira, deja el pedido sobre la mesa y sonríe. Su sonrisa es como un atardecer en la playa.
–Es genial –le digo–, sabías exactamente lo que necesitaba sin preguntarme. Esto viene a demostrar que existe no sé, llamémoslo sincronía, comunión de almas. Esto significa que el amor existe, que hay alguien sobre la faz de la tierra que es ideal para uno, que casi nunca pasa porque vivimos a oscuras nuestras miserables vidas navegando un eterno desencuentro pero cuando pasa, cuando pasa uno descubre que la felicidad es posible. Sos como si te hubiera soñado, venite a vivir conmigo hoy, dejá este trabajo de mierda. Andá a la caja y renunciá. Debés estar estudiando algo, filosofía, psicología, no sé. Yo te voy a cuidar y vamos a ser felices, va a estar bueno, justo cuando pensaba que ya nada bueno podía sucederme. Andá a buscar tus cosas, avisá que renunciás, yo te espero acá.
–No, mirá –la chica sostiene la bandeja abrazada contra su pecho como una coraza, un escudo para protegerse de un absurdo animal–. Yo trabajaba en un bar del centro, me acordé que siempre pedías lo mismo, dejabas propina.

10.11.25

Veintisiete pastillas de rivotril y un sexto piso


Me llama mi amigo, mi amigo M. Me llama para avisarme que otro amigo nuestro, nuestro amigo S., ha hecho algo poco tradicional por decirlo de algún modo. Nuestro amigo S., me dice mi amigo M., el domingo pasado para ser más exacto, se tomó veintisiete pastillas de rivotril de 1 miligramo y saltó de un sexto piso.
Era domingo entonces, y llovía apenas. Su mujer, la mujer de S. y sus dos hijos estaban todavía en el country, y nuestro amigo S. se había vuelto antes, después del asado, porque tenía trabajo atrasado. Nuestro amigo S. es un abogado, un abogado importante. Vive en un regio piso sobre la Avenida del Libertador, tiene mucho dinero, su señora está bárbara, sus hijos van al mejor colegio, S. maneja un auto alemán que es algo digno de ver. Nuestro amigo S. tiene cuarenta y tres años.
Nuestro amigo S. se salvó del impacto de su caída de un sexto piso no se sabe cómo. Está internado en una clínica. La mujer nos avisa diez días después que su marido, que es precisamente nuestro amigo S., se está mejorando de las lesiones. Que podemos finalmente ir a visitarlo.
Arreglo con M. Es domingo, otra vez. Vamos a la clínica. La clínica queda en Hurlingham, tiene un gigantesco parque, frondosos árboles, pocos pacientes, mucho silencio.
Un enfermero trae a nuestro amigo S. en silla de ruedas. Nos informa que se ha roto una pierna en treinta y tres pedazos, la cadera también, una costilla le perforó un pulmón, tuvo traumatismo severo de cráneo. Pero se salvó, está mejorando.
–Tuvo suerte –dice el enfermero y suelta la silla frente a nosotros–. Rebotó contra un árbol, si no se mataba.
Nos quedamos sentados en silencio, observando a S. de reojo. Tiene un vendaje en la cabeza y lleva puesto un pijamas azul oscuro con pequeños dibujos, me acerco un poco, los dibujos son simpáticos elefantitos blancos enlazados de las trompas. S. está ojeroso, está pálido, está muy delgado. La mirada fija en un punto por encima de nuestras cabezas.
–¿Cómo estás? –balbucea M. Lo conozco y sé que está más nervioso que yo, le tiemblan las manos– ¿Qué hiciste, loco? ¡Si tenés todo, si estás bien! ¿Qué te pasó? No entiendo.
Se hace un silencio. Un niño llora en algún rincón del jardín, probablemente al ver el estado del familiar que vino a visitar. Se escucha cantar a los pájaros y el chirrido de las ruedas de un carrito con bebidas que una prolija enfermera empuja a través del sendero. Hay muchos pájaros, yo nunca había visto tantos pájaros juntos.
–¿Por qué te quisiste matar? –insiste M. – ¿Me podés decir por qué?
–No daba más –dice S. muy despacio y sonríe. Es un sonrisa desde un lugar muy lejano, un lugar del que no se vuelve, yo he ido bastante al cine. Vi muchas películas, cualquiera lo sabe.

30.10.25

Cualidades perdurables


Estoy en un restaurante, tengo una reunión, no conozco a la persona que tengo sentada enfrente ni a su acompañante, ignoro el tema de la conversación. Al parecer yo tengo algo para decirles, algo sobre un tema que a ellos les interesa. No sé tocar la guitarra, así que no estoy firmando un contrato con una discográfica, y no soy neurocirujano, así que no estamos fijando honorarios de una operación. En una oportunidad, hablando con unos tipos en el trabajo, cuando se le preguntó a uno de qué trabajaba respondió: me reúno con personas a hablar de cosas. Y a mí me pareció que era una respuesta inapropiada y absurda, que no se podía responder de esa forma porque era una más que tonta manera de no decir nada, pero después las cosas fueron cambiando. Es extraño, aquella respuesta se me fue antojando más y más apropiada, así es mi vida.
Ingresa una persona al restaurante. Es un hombre que al parecer me conoce y sonríe. Así que me pongo de pie, el hombre avanza hacia mí, doy dos o tres pasos yo también. Nos saludamos algo efusivamente.
–¡Qué hacés, loco! –su entusiasmo es genuino y eso está bien, el afecto en cualquiera de sus manifestaciones está bien.
–Animal –digo, porque algo hay que decir. Podría haber dicho ‘master’ o ‘qué hacés, ninja blanco’, pero no. Dije lo que dije.
–Estás más gordo –me mira el ombligo, a la altura del ombligo–. Y más pelado. Y ojeroso, y con arrugas, y bastante mal vestido también, estás muy cambiado –no deja de sonreír, mientras ha ubicado por encima de mi hombro la mesa con la gente que lo está esperando. El también tiene una reunión, un almuerzo, un negocio que atender.
–Vos no che, vos tenés la misma cara de boludo de siempre –le palmeo cariñosamente una mejilla–. Te reconocí de inmediato.

20.10.25

No creo que sea para aplaudir


Cuando el avión aterrizó después de doce horas de vuelo, cuando finalmente la bestia metálica y narigona logró apoyar las patitas sobre el asfalto y todos tuvimos la no menos curiosa sensación de estar sobre la tierra otra vez, cuando la máquina pasó ese breve pasaje durante el cual uno siente la fragilidad del cuerpo humano ya que parece que se te van a volar los huevos junto con parte del fuselaje. Pasado todo eso decía y justo entonces, la gente aplaudió. Un aplauso que se extendió a través de las filas, enérgicas palmas después de tantas horas de no haber tenido gran cosa para hacer más que saber que se está en el aire.
–Usted no aplaude –me dijo una señora sentada a mi derecha, muy receptiva por cierto, que se había pasado la totalidad del vuelo aceptando lo que le dieran. Una señora que sí quería una copita de champán y sí quería otra porción de ensalada rusa de un peligroso y amarronado amarillo y sí quería café y sí quería la toallita para la cara y sí quería la tarta de arándanos y una cucharada de pija de ornitorrinco bebé. Una señora algo mayor con expresión de saber que lo mejor en cada momento de la vida y por decirlo entonces de alguna forma entonces todo el tiempo, era aceptar y aceptar y aceptar la situación cualquiera sea porque para eso fuimos puestos sobre la faz de la tierra y no mucho más que eso.
–No, señora, no creo que sea para aplaudir –carraspeé un poco, tenía la garganta hecha mierda y unas ganas de escupir importantes–. Se aplaude en mi opinión un acto, una maniobra, una performance meritoria. Se aplaude a quien ha hecho algo muy por encima de lo estrictamente necesario. Usted parece sugerir a pesar de sus profundas limitaciones expresivas, que debo aplaudir al piloto por haber llegado a destino y por haber aterrizado la nave. Lo que quisiera saber entonces es cómo debería toda esta maravillosa muchedumbre manifestar su desagrado, quizás su descontento, en caso de haberse dado la contraria.

10.10.25

Algún nombre hay que ponerle


Llamémoslo ‘cambio de paradigma’, algún nombre hay que ponerle. Funciona más o menos de la siguiente manera. Lo vas a entender enseguida, es muy sencillo.
Cada cinco años más o menos, entre cuatro y seis si vos querés, pero es más de tres seguro y menos de siete, seguro también. Cada cinco años todo aquello en lo que creías, tus más íntimas convicciones en cualquiera de los rubros del horóscopo, se derrumban como un castillo de tergopol.
Nada, eso. Es sencillo como te dije. No vas a poder creer lo que te pasa. Con el amor, con el dinero, con la salud, con el trabajo. Tampoco desde ya, es su intrínseca condición, con las sorpresas.
Llamémoslo ‘cambio de paradigma’ si no te jode, algún nombre hay que ponerle. Te deja sentado, el piso puede ser el de la cocina de tu casa o en una vereda cualquiera, puede ser la mañana de un caluroso martes de diciembre o un domingo por la tarde después de haber comprado doscientos gramos de salchichón y doscientos de queso de máquina en el chino. La sensación es muy parecida a la de recibir una violenta patada en el pecho, no es divertido ni agradable.
Ah bueno, vos querés saber qué hay que hacer. Nada, te levantás y seguis con lo que sea que te parezca importante, tu estúpida vida.

30.9.25

Mermelada o mayonesa o aceitunas


El psicoanálisis puede ser una gran cosa, supongo, no sé, no tengo tampoco problemas al respecto. En admitirlo, digo, que puede ser de ayuda, la gente sufre, la gente vive atormentada, no hay dudas. Y hay un nexo, una conexión, cualquiera lo sabe, entre el cuerpo y la mente. El ochenta por ciento de las enfermedades del cuerpo, quizás más, empiezan en la mente. Ayudemos a la mente entonces, y estaremos ayudando al cuerpo.
Pero, siempre hay un pero. La mente es en mi opinión el más delicado de los mecanismos. Un mecanismo de una fragilidad y precisión inaudita, creo que todos coincidiremos en eso. Para el cerebro, si ustedes me acompañan con la imagen, incluso así se le dice, cuando uno se refiere a esa zona, a esa parte de la cabeza, suele referirse a la misma como ‘el frasco’.
Para ver qué pasa, entonces, para estudiar el mecanismo, es preciso abrir el frasco. Y para abrir el frasco, cualquiera de ustedes lo recordará perfectamente, ya sea de mermelada o mayonesa o aceitunas, la técnica es bastante rústica. Hay que dar un golpe, hacer un movimiento de torsión tan brusco como enérgico, meter un cuchillo de costado para, después de un sonido similar a un soplido, a una exhalación, poder hacer saltar la tapa.
En el caso de las aceitunas, en el caso de la mayonesa, en el caso de la mermelada, la maniobra no acarrea mayores perjuicios. Pero en el caso de la mente, bueno, algo salpica, algo del contenido se toca, algo se jode y después no hay forma de arreglarlo por más buenas intenciones que se tengan.

20.9.25

Sospechas


Antes que se inventara el cáncer, antes que nadie supiera muy bien de qué carajo se trataba cualquier trabajador, cualquier oficinista, no bajaba de un paquete de cigarrillos diario. Antes que se inventara el colesterol, antes que nadie supiera qué corneta era eso, en la televisión se daban recetas para tortas con dieciocho huevos y la gente en los cumpleaños se ponía a bailar y se reían y te podías coger una prima lo más bien, incluso una tía. Antes que se inventara la hipertensión, antes que en los consultorios se mencionara casi en un susurro al ‘asesino silencioso’ y se bajara la vista como si alguien hubiera detectado junto a un zócalo una temible mamba negra, cualquier abuelito se tomaba dos whiskys (old smuggler, o criadores) antes de la cena.
Antes que se inventaran los gimnasios, antes que se mencionara por los medios de comunicación audiovisuales la importancia de tener un buen estado físico, cualquier persona que hubiera sido vista trotando en un parque o en una playa sin una pelota o una paleta de por medio, hubiera sido observada como alguien necesitado de ayuda o afecto, alguien con severos trastornos psíquicos. Una pena.
Lo que te quiero decir es que a alguien le conviene tenerte ocupado con todas estas boludeces, asustado, triste.

10.9.25

En el avión


Dos filas adelante un hombre se puso nervioso. Acabábamos de levantar altura y el avión se estaba estabilizando. Había sido un despegue sin problemas.
–¡Quiero bajar! ¡Déjenme bajar! –gritó el hombre. Se sacó el cinturón de seguridad y se arrancó la camisa. Le pegó a una pasajera un cachetazo. Debía ser un sujeto de unos sesenta años, un metro setenta, cabello canoso, algo gordito. Usaba lentes.
–¡Tranquilícese, señor! –Las azafatas se movieron con celeridad y precisión, acorde al reglamento. Vino un comisario de a bordo muy bien peinado, fornido pero en versión marica, algo asustado por la situación. También se había acercado otro hombre, probablemente el copiloto, dispuesto a colaborar.
–¡Nos vamos a caer! ¡Nos vamos a morir todos! –el hombre se pasaba una mano por la cara y por la cabeza como si le picara, desesperado. Retrocedió un poco y cerró los puños. No iba a calmarse fácilmente– ¡Vuelvan a tierra ahora mismo! ¡Me quiero bajar!
Las azafatas miraban al comisario de a bordo esperando sus instrucciones. El sujeto no daba muestras de tranquilizarse. Iba a ser preciso recurrir a una acción más directa.
Yo me había puesto de pie, tenía al sujeto a menos de dos metros de distancia. Di un paso al frente por el pasillo, me acerqué aún más. Podía desnucarlo de una trompada.
–Ponete la camisa, ridículo –le dije al oído–. Mirá la panza que tenés.
El sujeto tomó la camisa que había quedado contra el respaldo de su asiento, se secó la frente con un antebrazo y volvió a sentarse.

30.8.25

Peligroso animal


Estoy en un bar. Voy temprano cada mañana a un bar, trato de escribir un poco antes de ir a trabajar, trato de engañarme y creer que mi vida tiene algún sentido, en fin. Cada tanto me canso de la ventana o de la esquina o de alguna persona en particular y cambio de bar, la ciudad está llena de bares con ventanas a través de las cuales se puede mirar.
Viene la moza con mi pedido. Es temprano, ocho y algo de la mañana. Tomo el pocillo de café, inclino la cabeza sobre la mesa, alzo la mano con cuidado y con el pocillo y vuelco el contenido, lo que equivale a decir el café, sobre mi cabeza, sobre la coronilla más precisamente. Al terminar la maniobra me incorporo y me peino un poco para atrás con las manos. Agarro el cuchillo, unto la mermelada y me pinto el dorso de la mano derecha. Con la mermelada. De durazno. Meto mi birome en el vaso con agua.
Y me quedo así.
Se acerca la moza, otra vez. Algo preocupada, se ríe un poco pero es de los nervios. Se protege el pecho con la bandeja, como si hubiera descubierto que debe enfrentarse a un peligroso animal.
–Quedate tranquila –le digo–, vos debés tener un tatuaje en alguna parte. Yo soy raro como me sale, yo soy raro así.

20.8.25

En reparación


Andá a un parque, a una plaza. A cualquier parque, qué importa a qué parque. Al que te quede más cómodo. Andá y sentate en el parque en un banco o en el pasto o contra el tronco de un árbol, fumate un cigarrillo. Y acariciá un perro. Se te va a acercar un perro, seguro. Uno de esos perros atorrantes, bigotudos, que siempre hay en los parques. Hola decile al perro, y acaricialo. El perro se va a quedar al lado tuyo un rato, mientras vos terminás tu cigarrillo.
O andá a un hospital, a cualquier hospital. Andá a terapia intensiva y sentate en la sala de espera. Sentate cerca de alguien que veas que no puede creer lo que le está sucediendo, alguien que acaba de llorar. Ofrecele un vaso de agua o un caramelo. Escuchalo un rato, no digas nada, dejalo hablar.
Vas a ver como enseguida te das cuenta que tu vida tiene sentido. Qué carajo importa si las cosas no salieron como vos esperabas. Tampoco importa si te parece que no das más.

10.8.25

Longitud de onda


Así como existe el teorema que dice que el tamaño del paraguas es inversamente proporcional al tamaño del pito de su portador, teorema que se aplica de manera tan invariable como implacable con los mamíferos medianos del sexo masculino (en el caso de las mujeres, el tamaño del paraguas indica simplemente el tamaño de la garompa que añoran, la garompa que les falta), existe otro teorema que afirma que el tono de voz empleado por una mujer en una conversación a través de un teléfono celular en un espacio público es inversamente proporcional a la importancia de la misma (de la conversación) y a la capacidad neuronal de la susodicha (de la mujer).
Así es posible escuchar durante un viaje en colectivo a las nueve de la mañana a una mujer flaquita, con el pelo algo reseco y unos zapatos bastante caminados, que extrae de su cartera un telefonito de última generación y grita: ‘¡a los sorrentinos les voy a poner salsa rosa!’, o ‘¡ayer Jonathan me miró fijo y me dijo que nos seguimos eligiendo!’. Luego finaliza la conversación, guarda su teléfono y mira alrededor como si hubiera inventado el agua caliente.
No los voy a aburrir con más ejemplos, aunque podría seguir ad nauseam.
Lo importante es remarcar, más allá de la tremenda potencia analítica del teorema y de su exquisita aplicabilidad, lo importante es remarcar decía, que la mejor manera de fracasar es sin paraguas. Y en silencio.

30.7.25

Sujeto en cuestión


Cada tanto muestran por televisión y lo hacen varias veces así que no es preciso esforzarse en buscar, cada tanto muestran, decía, en esos canales donde investigan temas de cultura general, a la tribu con los hombres más viejos del mundo, o a una mujer que tiene ciento veintisiete años, o el pueblito donde los habitantes jamás oyeron hablar del colesterol, y así.
Puede ser un pueblito perdido en un valle del Ecuador, puede ser una tribu africana que habita a la vera de un río del Congo, o unos italianos escondidos detrás de una ignota montaña.
El asunto es que cuando te muestran al sujeto en cuestión, al hombre más viejo de la tribu o a la mujer de ciento cuarenta y tres años que tuvo treinta y tres hijos, uno puede ver, invariablemente, a un sujeto con dos o tres pelos en la cabeza y casi ningún diente. Una sonrisa que parece decir que todo le chupa un huevo o que el mundo es una mierda sin remedio o una combinación de los dos enunciados anteriores.
El sujeto en cuestión fuma, puede ser una pipa hecha con huesos de animal, o una especie de puros cortos y mal armados que engancha en un costado de la boca. El sujeto en cuestión bebe, un alcohol barato hecho con el destilado de frutas podridas o alguna raíz de la zona. El sujeto en cuestión se ha cogido a lo largo de su vida todo lo que ha podido sin el más mínimo decoro ni sentido de la responsabilidad incluyendo familiares y amigos.
Agréguese que el sujeto jamás ha ido a un gimnasio, no ha corrido nunca más que para escapar en una oportunidad de un leopardo que lo había elegido como almuerzo, no usa desodorante ni perfumes ni es muy afecto a la higiene en general.
Sucede entonces que yo estoy en esa línea, la de los grandes hombres que despiertan admiración y respeto una vez que se ha dejado transcurrir el tiempo suficiente. Aunque claro, cómo no, puede ser que al principio te impresiones un poco.

20.7.25

Pablito no se adapta


Bajo a la calle. Para ir a trabajar debe uno primero bajar a la calle. Es de esta forma que se empiezan a entender las sutiles diferencias entre lo malo y lo peor.
Bajo del ascensor, al cual primero me subí. Ahora me falta pasar la puerta de calle y comenzar el día. En automático, modo seguir.
En la puerta de calle hay una vecina. La vecina del noveno A, Marta. No sé gran cosa sobre Marta, más allá que es una mujer grande (en edad, en peso), que tiene un marido que camina mirando para abajo, dos hijos que la visitan con periodicidad quincenal, y tiene un perro. El perro es un cocker algo tristón de un beige muy claro y orejas que prácticamente tocan el piso. El perro se llama Pablito. Las veces que me he cruzado con Pablito en el ascensor parece medio hinchado las bolas, de los vecinos, de Marta, del mundo en general. Es un perro que no demuestra mucho interés ni por las personas ni por otros perros ni por la mierda. Es un perro así.
El asunto entonces es que está Marta en la puerta, y Pablito, y un sujeto más, un paseador de perros que sostiene como puede otros nueve perros de distintas razas y tamaños, todos babeándose, con ganas de coger unos, con ganas de cagar otros, que es lo que hacen los perros por lo general.
Marta le está explicando al paseador de perros que va a cambiar de paseador. Pero no se trata, así lo explica Marta, de ninguna falta por parte del joven que además exhibe y ostenta la contextura y los modos de un gorila plateado y yo pienso como al pasar que si este muchacho se llega a enojar vamos a tener un problema todos. Es que a su modo de ver Pablito no se adapta al grupo dice Marta, el grupo lo aísla, no lo contiene, quizás en otro grupo Pablito esté más contento, con perros más grandes o más peludos, no sé.
Saludo, paso la puerta pero la discusión sigue. El paseador expone sus motivos pero Marta dice que su decisión está tomada, todo bajo la inexpresiva y legañosa mirada de Pablito.

10.7.25

Y eso es tan triste


Mi amigo H. me cuenta que su mujer descubrió que él, H., tiene una amante. Mi amigo H. está casado hace ya muchos años, más de diez, menos de veinte. Tiene, H., junto con su mujer, tres hijos, dos varones y una nena.
Mi amigo H. pide otra cerveza y dice:
–V. me descubrió.
El descubrimiento acontece de una manera más o menos tradicional. Una llamada telefónica inoportuna, un cambio en el tono de voz, un fastidio nuevo y particular, las tremendas ganas de ser joven otra vez y sentarse a fumar en el balcón pensando en el maravilloso abanico de cosas que todavía te pueden pasar.
–¿Y qué hiciste? –le digo mientras mastico un puñado de maníes–. Tenés que negar todo –Eso es lo que dicen los pensadores de las corrientes tradicionales de la infidelidad. Aunque te encuentren desnudo metiéndole el pito en la boca a la sirvienta uno debe comenzar la frase diciendo ‘no es lo que vos pensás’.
–Le dije la verdad –H. niega con la cabeza–. Le dije que ya no se trataba de ponerme la careta del hombre araña o de esperar que se durmieran los chicos para subir a coger a la terraza. Le dije que no tenía más versiones de mí mismo, que los vínculos se agotan, se mueren de muerte natural y eso es tan triste como cualquier otra muerte. Le dije que ya no podía recordar las cosas que me habían gustado de ella cuando la conocí. Le dije que la vida nos pasó por encima con su flechabus de dos pisos y me puse a llorar.
–¿Y ella? ¿Qué te dijo?
–Me dijo que yo era un pelotudo. Que su hermano abogado se iba a encargar de arrancarme el corazón. Me dijo que la casa estaba a nombre de ella y que yo iba a poder ver a los chicos cuando ella quisiera. Me dijo que no quería volver a verme la cara. Y me dijo que yo era un pelotudo, una vez más.

30.6.25

El precio de las naranjas


Cuando la conocí éramos jóvenes, ella estudiaba filosofía, letras, sociología, psicología, antropología, no sé qué más. Escribía artículos en revistas marginales, se bañaba poco, leía a Sartre, a Foucault, a Deleuze, y en medio de cualquier conversación usaba varias veces la palabra ‘dialéctica’, la palabra ‘semiótica’, hacía continuas referencias a la revolución. Decía bastante ‘mayéutica’, también.
La veo ahora en el supermercado con un niño de la mano. El niño, está muy claro, es su hijo. Tiene pecas el niño, va en ojotas y con el cabello cortado a máquina por una mano poco hábil. Hace un calor del carajo.
La saludo a distancia con cierta timidez, un asentimiento de cabeza, una mano apenas levantada, un dedo en alto.
Ella se acerca, sonríe.
–Cómo estás –le digo.
Ella hace un comentario acerca de lo caro que está todo, el precio de las naranjas, de cómo se casó y se divorció casi de inmediato, de su pequeño prodigio que se llama Brian, de las cósmicas injusticias que trae aparejada la condición de inquilino, las ofensas que se deben soportar en un trabajo como docente, cuando si hay alguien que va a salvar al mundo son los docentes encargados de tratar con el más preciado de los materiales, mejorar el futuro.
Luego hace silencio, se queda callada. Yo levanto la vista, pero no hay ninguna revolución, ni una pizca de semiótica en ninguna parte. Sólo la góndola de los quesos con ese olor tan particular, tan característico.

20.6.25

La vida continúa


Me fui a vivir a Pinamar. Bueno, no fue tan así. Mi vida, que venía siendo una árida meseta desde hacía tanto tiempo, empezó a ir hacia abajo. Y más abajo.
Así sucede. Moni me dijo que se estaba viendo con otro tipo, alguien de la oficina, alguien que la escuchaba y la cogía (no al mismo tiempo, creo). Así que se fue, bueno, en realidad me dijo que me fuera yo. En el trabajo me vino a hablar un subgerente regional, me dijo que yo era un tipo muy valioso y me rajó a la mierda.
Me caía, veía el sinsentido de la vida en todo su esplendor. Me asusté, dejé de dormir. Tenía algunos ahorros y la absoluta convicción de ser un pelotudo.
Entonces mi amigo R. me dijo que tenía un departamentito en Pinamar que era de sus padres, donde había pasado las vacaciones de chico. Me dijo que fuera unos días a despejarme el bocho. No me parecía una gran idea pero yo tampoco tenía ninguna otra idea, así que fui.
Agarré el auto, metí en el bolso un par de calzoncillos, tres remeras. Siempre me había gustado la sensación de salir de la ciudad, parar en la ruta en una estación de servicio donde todo sucede en cámara lenta y a la gente no parece importarle un pomo de nada, tomar un café con leche con un húmedo alfajor. Fumar un cigarrillo, sentarse en el auto, seguir.
Pinamar fuera de temporada estaba lo más bien. Encontré un par de rotiserías y un bar donde nadie te llevaba el apunte. El departamento era una planta baja de lo que parecía un ph de dos pisos a más de diez cuadras del centro, si abrías una ventana podías escuchar el mar.
Me empecé a sentir bien. Caminaba todas las mañanas y metía las patitas en el mar a pesar del frío, encontré una casa de pastas donde vendían los mejores agnolottis de ricota y nuez del mundo, compraba vino en el supermercado, conseguí algunos libros, dormía siesta. Sentí que algo se acomodaba en mi interior.
A los quince días llamé a R., me vino a visitar el fin de semana. Le dije que le quería pagar el alquiler, que me quería quedar un par de semanas más. ‘Quedate a vivir si querés, esto no lo usa nadie’. Así que me quedé.
Pasaron dos meses, cuatro, seis. Yo no paraba de mejorar, se rompió el televisor y no lo arreglé. Tenía un ipad que andaba bastante bien.
Aunque todo lo que conté, lo que dije, no viene al caso de la historia. Empezó a venir un gato. Un gato atorrante, bigotudo, atigrado. La primera vez se asomó por un hueco de la ventana que daba a la calle.
–Hola –dije. Se quedó un rato y se fue.
Al día siguiente, cuando me senté a leer algo en la computadora dejé la ventaba más abierta y un plato con leche apoyado justo en el borde.
Vino, estudió la situación. Después, sin dejar de mirarme por si había alguna trampa, se tomó la leche, se relamió, se pasó una pata por la cara y se fue.
Venía todas las mañanas. Le ponía un platito con leche o una lata de atún en oliva, después compré alimento para gatos, el mejor.
–Hola Rómulo –le dije un día.
Empezó a quedarse adentro, dormía la siesta o me miraba. Un día se acercó y se subió a mis piernas y lo acaricié.
–Gracias, Rómulo. Muchas gracias –dije.
Pasó el tiempo. Rómulo se subía a la mesita de luz y me miraba fijo hasta que yo me despertaba y le preparaba el desayuno. La vida continúa.
Y un día. Un amigo me consiguió una entrevista de trabajo. Fui y volví. Me fue bien, iba a ganar unos mangos. Podía alquilar un departamentito por Colegiales, volver a trabajar, tratar de enderezar la precaria canoa de mi existencia. Había pasado casi un año. Volver.
A la mañana siguiente me senté a fumar y a mirar por la ventana. Apareció Rómulo, se subió al marco de la ventana.
–Tengo que hablarte, Rómulo –dije.
Y le expliqué. Lo que me pasaba, lo que me había pasado, que había llegado la hora de volver y que lo mejor para él era no tener que pisar nunca la ciudad maldita. Lo miré a los ojos, le dije que él iba a saber entender.
Me miraba, me miraba tan quieto y de pronto, con la más absoluta suavidad hizo un movimiento con la pata. Como un tigre que mide su fuerza, me rasguñó la cara, Hizo eso y se fue.

10.6.25

Para que lo sepas


Quiero que sepas que estoy desesperado, desesperado como sólo puede estarlo un lobo que descubre, porque lo descubre casi una milésima de segundo antes de sentirlo, es paradojal pero es así, un lobo que descubre y siente, te decía, que una de sus patas ha quedado enganchada en la trampa y no va a haber manera de salir. La desesperación se transforma en un fuego que arrasa el cada vez más inexistente abanico de posibilidades.
Quiero que sepas que estoy triste, triste como sólo puede estarlo una tortuga de esas chiquititas que deben llegar a la orilla del mar, pero llegar a la orilla del mar implica caminar una pila de metros con esos pequeños pasitos de tortuga mientras lo que sobrevuela la arena son cóndores o águilas o unas aves picudas que simplemente se divierten viendo cómo sus sombras se reflejan en círculos antes de decidirse por acelerar para bajar y comer. Triste porque la tortuguita se sabe con una capacidad de torcer su destino idéntica a la de una aceituna en una picada.
Quiero que sepas que estoy solo, solo como sólo puede estarlo un pez, cualquier pez que nada en la inmensidad del mar y advierte a su lado la unívoca aleta y la musiquita que eligió Spielberg aquella vez y sabe, el pez, que el mar es grande pero qué macana porque las probabilidades se van como una luz debajo de la puerta cuando uno más las necesita.
Quiero que sepas que te quiero mucho y que me acuerdo de tantas cosas mientras en la televisión hay National Geographic demos gracias a Dios por eso.

30.5.25

Títulos para un libro de poemas


Títulos para un libro de poemas:

A vos nunca te abrazaron así.
Ganaron los malos.
No me peguen en el piso.
Mi pija en tus manos.
No va a ser lo mismo.
Perdiendo la gracia.
Desesperaciones.

¿Los poemas? ¿Vos querés ver un poco los poemas? Los poemas son como los de todo el mundo. Hablan de amores perdidos y de caminatas bajo la lluvia y de amaneceres en la playa. Los poemas hablan de perros bigotudos que renguean y de cosas que no suceden o que debieron suceder diez años antes, de tremendos desencuentros y de niños que se suspenden por un instante bien arriba sobre verdes hamacas y es apenas por ese instante pero qué instante como si se colgaran del cielo y se escuchan risas y son las risas que recordaremos para siempre y es así.
No me digas que los títulos no están buenísimos, los poemas no tienen importancia.

20.5.25

Yo sabía


Estaba desesperado, esa es la verdad. Desesperado como Woody Allen en ‘Hannah y sus hermanas’ creo, donde el tipo sale a buscar el sentido de la vida y va a ver a un cura, a los panteras negras, a sabios, a los hare krishnas, y así. Y cuando uno lo ve en la película es gracioso, muy gracioso, pero cuando te pasa a vos ya no es tan gracioso.
Estaba triste y estaba solo y sentía que la vida no tenía sentido, que me habían mentido y me habían dicho que me preparara para algo que al final no ocurría nunca y lo que sí ocurría era que había descubierto que se había hecho tarde para todo y listo. Si yo fuera el Puma Rodríguez hubiera dicho ‘agarrensé de las manos’ pero no, no soy el Puma Rodríguez así que no dije nada.
Así que probé con el karate y la natación y estudiar coaching boliviano y jugar al backgammon y hacer un curso de teatro pero cada vez estaba peor. Se había cortado el piolín que le daba sentido a las cosas y yo no sabía cómo hacer para seguir. Dormía mal, me levantaba peor. El café con leche se ponía tibio en cualquier bar y yo apenas daba un sorbo, mordisqueaba una tostada mal untada, sin convicción, con mermelada berreta de esa que te dan en unos cuadraditos minúsculos con tapita de metal tipo muestra gratis. Miraba los desteñidos colores de esas mermeladas absurdas y me daban una ganas de largarme a llorar como un chico.
Alguien me habló de la meditación trascendental, que la meditación trascendental le había cambiado la vida. Era la escuela del Maharishi, el peludo que se había hecho famoso en la época de los Beatles. La meditación trascendental te cambiaba la vida, te volvías a reír. ‘Ves la vida en colores’ me dijo la chica que me recomendó, justamente, hacer meditación trascendental, y me dio un número de teléfono. La chica no tenía ganas de coger, no, pero sí de darme el número de teléfono para que hiciera meditación trascendental. Cosas que pasan.
Llamé, pedí una entrevista, fui. Me citaron un domingo a la mañana. Era por Olivos, una callecita cerca del río, una casa divina con un precioso jardín donde me di cuenta que no era capaz de reconocer las más elementales variedades de flores.
Me atendió un señor bastante flaco de unos sesenta años, canoso, peinado con raya al costado, traje, sin corbata, afable, correcto.
Le conté mi vida, me sorprendió ver que podía contar mi vida en no más de diez minutos, mis frustraciones, mis angustias, la falta de sentido que me estrujaba el corazón como un pomelo.
La hago corta. El señor, el señor V. me explicó las virtudes de la meditación trascendental. Me explicó que era una técnica, un pasaje para llegar a la felicidad suprema. Había que sentarse quince o veinte minutos, dos veces por día. No hacer nada, respirar, repetir una palabra, un mantra que el propio V. me proveería. Y listo. Sentarse veinte minutos, repetir la palabra, apagar el monitor de la mente que era la verdadera causa de todas las tristezas. Pasar a otro nivel, cambiar de pantalla en el jueguito de la vida.
Me explicó que tenía que asistir el próximo domingo, llevar un pañuelo de color verde y una fruta para el rito de iniciación, y me darían mi palabra. Porque cada persona tenía una palabra, una palabra que le pertenecía y lo llevaría de la mano por el camino de la meditación, de la meditación trascendental. Tenía que traer trescientos dólares también, era el costo del entrenamiento para que la fundación pudiera seguir esparciendo la técnica de meditación trascendental por el mundo. Siendo un occidental civilizado no veía ningún inconveniente en ese punto.
Le dije que no iba a volver. Que le agradecía su tiempo pero no iba a volver. Me ofrecí a pagar los trescientos dólares también, ahí mismo. V. se mostró un poco sorprendido, no era la reacción habitual. Lo normal era que la gente quisiera la palabra, la forma de llegar a Dios o la conciencia absoluta o lo que fuera pero pidiendo descuento. Supongo que querían llegar a Dios de la manera más económica posible, llegar a Dios en clase turista. No te digo en primera, pero a mí me gustaría llegar a Dios aunque sea en business.
Le dije que yo sabía cuál era mi palabra. Le dije que entendía, después de haber conversado con él, entendía perfectamente en qué consistía la meditación trascendental. Le dije, porque lo vi negar con la cabeza, que yo sabía cuál era la palabra que me correspondía desde siempre, y cuando se la dijera entonces él comprendería que yo sabía de meditación trascendental como si el Maharishi mismo me hubiera hablado en sueños, como si yo tuviera destino de iluminado también, aunque no supiera todavía con exactitud en qué consistía mi misión sobre la faz de la tierra.
La palabra que me correspondía, mi palabra, era ‘pedazodepelotudo’.

10.5.25

Veo veo


Cuando veo alguien que usa un paraguas veo alguien que no entiende la lluvia, alguien que no entiende que no le quedan muchas experiencias más intensas para vivir que mojarse un poco.
Cuando veo alguien que usa un cuchillo de costado para acomodar con quirúrgica precisión el queso por sobre la superficie de la pizza, veo alguien que no ha comprendido que la vida es mucho más arbitraria que justa, alguien que estaría dispuesto a confundir conveniencia personal con orden universal una y otra vez, alguien que no alcanza a comprender que el reparto de aceitunas en el planeta tierra es movido por cubiletes que se agitan en otros planos.
Cuando veo alguien que se maquilla en el subterráneo veo alguien que se distrae en los detalles, alguien que prefiere ocultar una imperfección del rostro mientras otro alguien en ese preciso instante le pedorrea la cara.
Cuando veo alguien que habla muy alto por un teléfono celular veo alguien que está pidiendo socorro, alguien que no puede parar de aullar el horror de estar vivo sin importar el tramado de la conversación que se va derramando sobre el asfalto indiferente.
Cuando veo alguien que dice ‘a mí lo único que me importa son mis hijos’, o ‘esto yo lo hago por las nenas’, o ‘primero está la barra, los amigos’, veo alguien que está dispuesto a arrancarte el corazón por una lata de arvejas y a obligarte a tomar el agua que queda en la lata y a vender el video.
Cuando veo alguien que compra algo con descuento justamente porque tiene descuento veo alguien que se ha extraviado, alguien que no consigue recordar con claridad lo que le pasó los últimos diez o quince años ni sabe muy bien para qué salió de su casa esta mañana.
Cuando veo alguien que juega a la lotería o a la quiniela o que apuesta a cualquier jueguito al lado de alguien que pide una moneda en cualquier esquina, veo que siempre estuvimos tan cerca y aún así el desencuentro era de lo más inevitable.

30.4.25

Hablemos de amor


No, pibe, te lo explico porque te veo medio perdido y es un tema que deberías saber. Te lo debería haber explicado tu viejo no sé, un hermano, un amigo. Son cosas que no sirven para nada en la adolescencia porque en la adolescencia sos adolescente y te importan otras cosas. Pero cuando salís de la adolescencia ya deberías saberlo, tener al menos una intuición, para no ser tan pelotudo.
Sí, las minas, claro que las minas. Porque cuando sos adolescente y un poco después también desde ya, lo que querés es ponerla. Querés coger como un monito carayá arriba de un árbol, como un chancho pecarí, querés eyacular como un maldito babuino, matraquear, ñaca ñaca y no mucho más que eso.
Pero. Siempre hay un pero, la vida es un poco más compleja. Cuando te baje un poco la espuma, la leche podríamos decir, tenés que fijarte de estar con una mujer que tenga algunos otros atributos, no, no físicos. Cualidades humanas por decirlo de algún modo.
Sí, ¡ya sé! ¡Ya sé que tenés los ojos blancos de leche como el maestro Po! Pero creéme, no todo es coger. Es mucho no lo niego, es importante y relevante y todo lo que vos quieras. Pero no es todo.
Y entonces, cuando tengas que elegir una compañera, una muchacha, una mujer más allá de esos fantásticos polvorones. De eso vamos a tener que hablar un poco.
Así que ya entendiste que no va por el garche, bien ahí. Cuesta un poco, sobre todo si tenés menos de 66 años ponele. Lo único que mirás por la calle son chicas, mujeres que tengan buenas tetas o buen culo o si es posible las dos cosas según el caso. Te las imaginás en cuatro patas o chupándote la pija. Pero no, no sabés que lo que el hombre precisa no es eso o no es solamente eso.
No, no importa si estudia, si quiere ser filósofa transpersonal, si le preocupa el hambre en Etiopía, si quiere salvar a los delfines, si siempre soñó con ser enfermera o maestra jardinera. Podés ser todo eso y una basura inmunda también, encima con la excusa de sentirse que está salvando al mundo o que es buena persona. Una mugre que encima te va a hacer sentir mal porque vos tenés un negocio de venta de artículos de limpieza, te van a decir que te faltó vuelo intelectual o artístico, no tenés sensibilidad, nunca le djiste que tu sueño es ir a escuchar ópera a la Scala de Milán. Te van a decir que te quedaste corto, que sos un maldito vendedor de odex que lo único que quiere es que san lorenzo salga campeón. Las mujeres que leyeron tres libros y la van de intelectuales son las peores, creen que entendieron algo de la vida que los demás no y además lo quieren explicar. La vas a pasar mal.
Hay una aproximación bastante buena pero que no alcanza. En una película donde actúa Robert de Niro y Chazz Palminteri. No, no tenés por qué saber quién fue Chazz Palminteri, con que sepas que no fue el 4 del Chelsea alcanza. La película se tradujo creo como algo de ‘una luz en el infierno’ (A Bronx tale). Y en un momento, un chico que es el hijo de De Niro y es italiano, conoce y se enamora de una muchacha que es negra. Y está todo mal, le dicen al chico que se tiene que pelear con la chica porque él es italiano y la chica es negra y no va. Y Chazz Palminteri, que hace de mafioso italiano y lo hace genial le presta el auto, al chico, para que salga con la chica. Y le explica una prueba que debe tomarle a la chica. Resumo. Es que el chico sea caballero, haga entrar a la chica abriéndole la puerta del acompañante del auto. Y luego rodee el auto, por el frente del auto, para ver si la chica se inclina para abrirle el ‘piquito’ de la puerta del conductor para que el chico pueda entrar al auto. Eso para ver si la chica es egoísta o no y la idea y la escena es hermosa y la recuerdo con mucho cariño pero tampoco es eso.
Ya estamos, ya termino.
En algún momento, si estás con una chica, vas a estar en tu casa o en la de ella o en la de tus viejos, en la de un tío, o en un departamentito que alquilaste en la costa por el fin de semana, en fin.
Y entonces. Antes o después de coger, ya sé que querías coger. Van a comer, o van a tomar whisky o seven up, o van a comer un par de sanguchitos de miga o una milanesa o lo que sobró del mediodía, no importa.
Y hay que lavar. Acá viene la cuestión. La piba va a lavar, no importa si va a lavar siempre pero va a lavar alguna vez, esa vez. No importa si vos te ofreciste a secar, no sé si sos tonto, si tus papás son parientes (siempre me gusta decir esa frase).
Acá viene lo importante, prestá atención. Estás en la cocina, la piba va a lavar lo que usaron durante la cena.
La piba tiene el detergente y la esponjita y va a empezar a lavar.
Tiene que lavar primero un plato. Listo, eso es todo lo que tenés que saber. Para saber si vas a querer estar con esa mujer no te digo toda la vida pero un tiempito, algo de mayor duración que el garche, el escopetazo en sí mismo.
Sí, hay vasos o hay tazas, y hay platos, pueden ser platos grandes o chicos, pueden ser muchos o pocos. Puede haber algún cuenco. Lo importante, la clave, es que la tipa tiene que lavar primero un plato, debe pasar la esponjita primero por un plato, antes que por un vaso.
Porque si la tipa arranca lavando primero un vaso entonces es una tremenda hija de puta y vos tenés que saber que está todo mal y te tenés que ir.

20.4.25

Dixit


–Quisiera hacer lo que quiero, solamente lo que quiero, siempre lo que quiero.
–Y sí, claro.
–Pero para hacer lo que uno quiere, nada más que lo que uno quiere, todo el tiempo lo que uno quiere, se necesita dinero. Mucho dinero.
–Seguro que sí.
–Y para conseguir el dinero, el dinero que necesitás para hacer lo que vos querés, tenés que hacer otras cosas. Cosas que no querés.
–Absolutamente.
–Después de conseguir el dinero haciendo algo que no querés para poder hacer lo que querés, bueno, lo que querés ya no es lo mismo. Se adultera por decirlo de algún modo, algo le pasa.
–Estoy de acuerdo.
–Haber hecho, haber tenido que hacer lo que no querías hacer, infecta lo que querías hacer. La zanahoria jamás alcanzará para compensar los palos recibidos. En algún lugar late un rencor, se esconde un fastidio, quedan las marcas.
–Sí.
–Me gusta este bar, está bien decorado.
–Tiene un lindo ventanal –dije–. Y el café no es malo.

10.4.25

Para ponerlo en perspectiva

Tenés que entender que los aviones se caen. Tenés que entender que los trenes chocan, se salen de las vías. Tenés que entender que la tierra se abre y se puede tragar ciudades enteras como si fueran de hojaldre. Tenés que entender que el mar se fastidia sin que sepamos muy bien por qué y de pronto se fuma en dos pitadas con una ola de más o menos treinta y siete metros a los japoneses que toman sol en una playa y se lleva los frascos de cremas hidratantes y los teléfonos celulares de pantallas táctiles de última generación y esas sandalias tan lindas que compraste en oferta. Tenés que entender que el médico mira los análisis y ve una mancha algo que no debería estar está y algo que no está debería estar y es un algo tan pequeño que si fuera una arveja caída en el piso de la cocina lo resolverías de una patada y tu vida cambia. Tenés que entender que a veces no se me para, también.

30.3.25

Mirá Cecilia


Mirá Cecilia, si querés que él vuelva tenés que comprar un kilo de tomatitos cherry y hacer una cruz. Una cruz de tomatitos cherry perfectamente alineados. Sobre el piso, debajo de la cama, del lado de él, donde solía acostarse. Tenés que hacer una cruz de tomatitos cherry y dejarla, la cruz, sin tocar, por lo menos una semana. Avisale a la señora de la limpieza.
Si querés que él vuelva tenés que conseguir un sapo, un sapo adulto machazo, de los grandes, ponerlo en una olla y hervirlo. Hervirlo un rato, cinco o diez minutos, sin llegar a matarlo. El sapo está casi muerto pero no está muerto, vive todavía, te vas a dar cuenta que vive. Entonces apagás el fuego y lo sacás, al sapo, con un repasador. Lo sostenés en alto frente a vos, como si te mirara a vos, cara a cara por decirlo de algún modo. Y lo apretás, al sapo, de la panza, con las dos manos y con todas tus fuerzas. El sapo va a largar una escupida, una terrible escupida que es de un verde muy claro, como un ácido. Es importante que esa escupida te de en el rostro o en las tetas. Soltás al sapo y te masajeás esa escupida por la cara, por el pecho, por los brazos. Y esperás que tu piel absorba todo el líquido.
Si querés que él vuelva tenés que prender una vela roja una vela verde y una vela negra, arriba de cada artículo de tu domicilio que tenga enchufe. Sí, tres velas arriba de la heladera y sí, tres velas arriba del lavarropa, y sí claro que sí, tres velas arriba de cada televisor. Si tenés microondas también, si tenés una computadora también. Prendés el grupo de tres velas sobre cada artículo de tu domicilio para cuyo funcionamiento deba ser enchufado y esperás que las velas se consuman por completo. Si alguna se apaga por cualquier motivo, la volvés a encender. Lo tenés que hacer de noche, depués de las doce de la noche.
O también podés no hacer absolutamente nada, limitarte a esperar mientras seguís siendo como sos. Igual no creo que vuelva, vos tampoco vas a cambiar, quién te aguanta.

20.3.25

Mismo barco


El doctor miraba los estudios y arrugaba la frente. Dio vuelta una página, levantó la vista y me miró. Negó casi de manera imperceptible con la cabeza (no sé con qué querés que niegue, ¿con la poronga?), luchó por contener el gesto.
El consultorio era deprimente. Un talonario de recetas sobre el metálico escritorio de un descascarado verde. Había una computadora también, una pc de escritorio con un remolino de cables colgando, el monitor debía tener diez años o más.
Detrás de su silla había una pequeña biblioteca de pino con libros, los lomos deteriorados, se mezclaban temas médicos con ‘Los Hollister’, y títulos de la colección ‘Bomba’.
El diploma, presumiblemente su diploma, colgaba de un oxidado clavo.
–Mire –dijo, se sacó los lentes y por un instante se oprimió los globos oculares con los dedos índice y pulgar de una mano. Suspiró–. La verdad que no me gusta nada de lo que veo. Me atrevería a decirle que la totalidad de sus análisis no son buenos. Colesterol, azúcar, ácido úrico, glóbulos blancos. Todo, todo no está bien. Los indicadores que debieran estar altos están bajos, y los indicadores que debieran estar bajos están altos. Para resumir y sin deseos de alarmarlo, su estado no es bueno. Como le dije, no me gusta lo que veo.
–No se haga problema, doctor –dije–. Yo hace años que no me soporto.

10.3.25

Alien


Si voy a comprar zapatillas, ponele que necesito zapatillas, las zapatillas que me traen para probar me queda grandes o me quedan chicas. Las zapatillas siempre son medio número más o medio número menos. Mi número no existe, no hay.
Si compro un pantalón que me queda bien de ancho me queda mal de largo y al revés, y al revés todas las veces que sea necesario.
Si voy a un bar y pido un café con una medialuna de grasa me traen un cortado con una medialuna de manteca. Si quiero agua con gas me traen sin gas. Si pido dos porciones de fugazzeta me traen napolitana.
Si conozco una mujer inteligente, una mujer con la que puedo conversar y tomar un café, es una intocable porcina con un flujo vaginal capaz de quemar una baldosa del parquet. Si conozco una mujer que coge con entusiasmo, que tiene un culo corto más que apetitoso para ponerla en cuatro patas y empujar un rato bueno, viene la piba además de con ese culo con un retraso evolutivo más que evidente, como si su desarrollo cerebral hubiese alcanzado hasta la condorito y a partir de ahí la nada misma.
Y así voy viviendo, en un mundo que se empeña en recordarme cada vez que puede que no es para mí.

28.2.25

Cotidiano


Moni entró a casa. Yo había llegado antes, me había bañado y me había puesto un short. Buenos Aires en Enero era el horror de estar vivo y no mucho más que eso.
Me había preparado un fernet con soda y unos daditos de queso. El televisor encendido en la National Geographic con el volumen bajito. Anochecía.
–No sabés lo que me pasó en la clínica –dijo Mónica. Y contó una historia de un paciente que había entrado con una herida de bala y cuando descubrió que los médicos habían dado aviso a la policía, era el protocolo, había intentado escaparse, medio desnudo, como en las películas.
–Increíble –dije yo.
Después Moni se cambió, se sirvió un vaso de jugo y me contó que se había reunido con Mariana. Mariana había quedado embarazada pero no le había contado nada a su novio. Finalmente, Mariana había decidido abortar, sin decir nada. Moni no estaba de acuerdo.
–Para mí es una decisión de los dos, ¿no te parece? –dijo Moni.
–No sé –dije–. Son situaciones.
Moni me dijo que iba a hacer arroz con pollo para la cena. Me dijo que había visto un auto precioso estacionado en la puerta de la clínica. Me dijo que le había encantado pero no sabía ni el nombre ni la marca.
–Los autos modernos vienen con todos los chiches –dije–. Son una computadora.
–¿No te interesa mucho lo que te cuento, no? –Me miraba, Moni, de pie, con los brazos cruzados.
–No –dije–. La verdad que no.
–¿Y se puede saber por qué estamos juntos, entonces? –Dijo y dijo un golpecito con el taco de un zapato sobre el parquet– ¿Eh?
–La verdad que no sé –dije–. Esperamos que pase alguna desgracia. La muerte o la cena. No sé, algo.

20.2.25

Modo avión


Es fácil, es muy fácil darse cuenta, es lo más fácil del mundo. Cuando ves una parejita en un bar cualquiera, si están por ir a coger o si, por decirlo de algún modo, vienen de coger. Si ya han cogido.
No, qué pelo mojado, el pelo mojado de la chota querido, no entendés. Estamos hablando de lo más profundo del ser humano, aquello que resulta la parte basal y constitutiva de su ser, aquello que lo habita.
Si están por coger, si dentro del plan en algún más o menos remoto después está el hecho de ir a coger, entonces el hombre habla. Gesticula, el masculino, mueve las manos, cuenta una historia. Se ríe o habla, ya lo dije, presta atención. A la mujer que tiene enfrente.
Si ya cogieron, si vienen de coger, si cogieron hace un rato o la noche anterior, entonces el hombre no habla. El hombre apenas toma un sorbo de café o mira por la ventana. Al hombre no le interesa en absoluto nada de lo que pudiera decirle la persona que tiene enfrente.
Ya que el hombre, su pulsión, su anhelo, aquello que lo ordena desde la dinámica de los fluidos, es ponerla. Es por eso que también resulta bien fácil darse cuenta cuando un hombre está en pareja y convive, cuando tiene a su disposición, se podría decir al ‘alcance de la mano’, la posibilidad de coger, de dar un escopetazo. Se le apaga la mirada, pierde el interés, deja de hablar más allá de lo necesario. Entra en modo avión.
Después de ponerla, después de coger, al hombre le importa técnicamente un pomo lo que suceda en el resto del planeta tierra. No quiere salvar a las ballenas ni saber si está por impactar contra la tierra un gigantesco meteorito. No le interesa al hombre el hambre en Etiopía ni si Estados Unidos está preparando una bomba nuclear hecha a base de pasta de maní. El hombre quiere un whisky o un cigarrillo o las dos cosas, poca luz, poco ruido.

10.2.25

No sé si te acordás


Te acordás cuando compartíamos un sándwich de milanesa con lechuga y tomate en pan francés, Villa Gesell, un sándwich que te secaba hasta el alma, y lo comíamos sentados en la calle dando un bocado cada uno, pasándonos el sándwich, una Fanta de litro a nuestros pies, todavía dormidos con el sol reventándonos la frente, y era el mejor almuerzo del mundo, el mejor almuerzo que podíamos imaginar. ¿Te acordás?
Te acordás cuando caminábamos por la playa de la mano jugando a chocar flanco contra flanco para volver a separarnos, para dar un tirón de un meñique o un pulgar y volver a chocar, la lluvia en el pelo, tus pequeños pies en el mar. ¿Te acordás?
Te acordás cuando nos mordía el deseo como un animal enfurecido y subíamos a una terraza y te apoyabas contra una pileta donde alguien se había olvidado una media de toalla de un desteñido rojo, y nuestras enloquecidas manos luchaban con elásticos y botones, y tus erizados pezones y mi mirada de loco y tus tobillos de reina. ¿Te acordás?
No llores, tonta. ¿Te acordás?

30.1.25

Parece cortesía


Voy a la parada del colectivo, elijo una parada de colectivo al azar. Es la parada del 109, no conozco muy bien el recorrido, no sé adónde va. Me paro en la parada hasta que viene el colectivo. Hay gente detrás mío, es lo normal.
–Adelante, pase –me aparto un poco–. Suba por favor –y no subo, me quedo en la calle. El colectivo espera unos tres segundos más y se va. Repito la maniobra con el siguiente colectivo, y me voy a tomar un café por ahí.
Voy a un negocio del barrio, una fiambrería.
–Necesito medio kilo de dulce de membrillo –digo, pero justo entra una señora–. Atienda, atienda a la señora, no hay problema.
La señora me agradece y comienza su compra, yo miro mi teléfono celular y me retiro como si hubiera recordado algo, algo importante que debo hacer, alguien que me espera en algún lugar.
La práctica, el proceso con tanta precariedad descripto, lo ejecuto con algunas insignificantes variantes al menos una vez por semana, sin falta.
Es que a mí me dejaron mucho, me dejaron siempre, me dejaron desde que puedo recordar. Y por esas caprichosas piruetas de la vida me ha tocado ver, enterarme, de cómo les fue casi invariablemente, a todas esas maravillosas chicas que me dejaron. Esas chicas que tenían prodigiosos planes, un fantástico potencial.
Es algo no demasiado elaborado, no requiere de complicadas argumentaciones ni pulidos razonamientos, tiene la contundencia de lo fáctico. Una de las cosas que mejor me ha hecho, en la vida, es dejarte pasar.

20.1.25

Lo normal


Nos agarramos a trompadas. La primera mano me tomó por sorpresa un poco cuando la quise esquivar, me dio de lleno en un oído.
Eso te marea, te marea mal, me fui derecho al piso. Me pateó, en los riñones primero, las patadas ahí sí que duelen, en el estómago después. Me hice bolita, aguanté unas patadas más. Todavía estaba aturdido y necesitaba un par de bocanadas de aire.
Logré engancharle una patada y lo hice trastabillar, era mi oportunidad. Me incorporé y embestí con la cabeza como un animal herido. Lo tiré, lo pasé por encima.
Sentía la sangre que me caía de una ceja y en la boca, me debía haber partido un diente. Le pegué con fuerza, dos o tres trompadas netas. Escuché el cricri de su nariz que se partía.
Le hice rebotar la cabeza contra el cordón de la vereda, lanzó un grito.
Me salía sangre de los nudillos. Me dio una trompada en la garganta, no sé cómo, desde el piso.
Nos separaron dos o tres tipos, y un policía al que se le había caído la gorra. Una señora se tapaba la cara con las manos.
–Basta, che –dijo un tipo– ¡Ya está, loco!
Entonces lo miré. Me faltaban casi todos los botones de la camisa. Tenía un feo rasguño que me cruzaba la cara en diagonal. Debió engancharme con el reloj, o con un anillo.
El pibe también me miraba. No supe si acabábamos de chocar, si el pibe me recriminaba que yo le había quitado la novia, si me había tratado de robar, si él era de Chacarita y yo de Atlanta, si le había pateado sin querer el perro, si en la adolescencia habíamos sido amigos.

10.1.25

No me despertaba


Volví a casa. Jueves, más o menos las siete de la tarde. Pasé por el chino y compré unas latas de cerveza, un paquete de grisines, un pedazo de queso Port Salut.
Me sorprendió al llegar ver cierto amontonamiento de gente. Vecinos, curiosos. Policías. Ver vecinos, curiosos o policías por separado ya suele ser lo suficientemente malo, una traumática experiencia. Pero juntos, qué se podía esperar.
Había un par de periodistas de un noticiero, una chica con un micrófono en la mano, un tipo con una cámara cubriendo la noticia. El asunto era qué noticia.
–¿Qué pasa? –le pregunté al portero que no terminaba de decidir si le molestaba tanta gente en la puerta del edificio, o si mandar un mensaje por celular para que alguien lo viera aparecer en televisión.
–El del séptimo B –dijo, con su chaqueña inexpresividad que venía de los indios wichis, de la mismísima Pacha Mama, de un ancestral retraso madurativo tal vez–. Se suicidó.
Me hizo un gesto con la mano como de zambullida, de alguien que se había tirado por la ventana a ninguna pileta.
–No, no puede ser –dije, y lo miré. Para ver si se reía, pero no se reía, nadie se reía. La presencia de la muerte suele quitarle la gracia a tantísimas cosas.
Lo miré porque el portero sabía perfectamente, tan perfectamente como yo sabía, que el del séptimo B era yo.
–No era un mal chico –la vecina del quinto, con su perro salchicha de agudos ladridos–. Muy reservado y respetuoso. A mí siempre me preguntaba cómo estoy, me saludaba bien.
–Traía mujeres –dijo otra señora, mi vecina del séptimo A, que tenía al marido en silla de ruedas–. Y tomaba mucho. Yo veía las botellas en la basura, no es que me interese, pero tomaba. Whisky, principalmente. Y vino. ¡Lo que debía gastar ese tipo en vino!
La policía recababa información sobre los hábitos del fallecido. Sí, vivía solo, sí, trabajaba, lo veían salir de traje todas las mañanas, no, no tenía mascotas ni se le conocían episodios de violencia doméstica.
Al parecer se había suicidado, me había suicidado, arrojándome por la ventana. Había caído en el patio del primer piso. Una señora que escuchó un grito había llamado a la policía.
Ya sé, estoy soñando, pensé. Ahora me voy a despertar, he visto películas parecidas.
Pero no, no me despertaba. La gente seguía diciendo cosas no demasiado favorables sobre mi persona. Vendía droga, estaba en la droga, seguro, dijo uno. No te hablaba en el ascensor, se creía superior, siempre con un libro en la mano, dijo una piba. No tenía lavarropas, dijo una mujer, muy seria, para que el resto tomara conciencia. Si alguien no tenía lavarropas, si alguien llevaba la ropa a lavar al laverap bueno, algo muy malo tenía que suceder con esa persona.
Me acerqué a un policía.
–¿Puedo ver el cuerpo? –Pregunté.
–Sí –dijo–. Tenemos que hacer un reconocimiento y es mejor acá, antes que lo lleven a la morgue. ¿Usted lo conocía?
Hice una pausa para ver si me despertaba pero no me despertaba. Fuimos al patio del primero con dos policías. Levantaron la sábana con la que habían cubierto la cabeza del muerto.
–Sí –dije. Ahí estaba yo, muerto, inmóvil. Con el cuerpo algo retorcido y un curioso rictus en el rostro–. Era un buen tipo, me caía bien.