15.5.09

Encuentro con Satán

Voy caminando, deben ser las siete de la tarde y voy caminando por una calle de mi barrio. Debo encontrarme con una persona, una persona cualquiera, para discutir un tema sin importancia. La calle en realidad no es una calle, es una avenida, y el movimiento es el habitual de esa hora de la tarde. La gente que trabaja en oficinas, la gente que trabaja en el centro, ha comenzado ya su proceso migratorio, huye, atraviesa los barrios por cielo, por tierra y por mar, tan rápido como es capaz. Sólo desea estar de vuelta, no importa adónde. Así como la salud puede ser definida como la ausencia de enfermedad, tal vez la vida consista en escapar de un lugar y luego de otro lugar, sólo para descubrir que uno ha llegado a un lugar del que desea escapar. El aerobismo no sería otra cosa que la última religión, la máxima expresión de la única necesidad.
Voy caminando, entonces, eso ya lo dije, por una avenida plagada de pequeños comercios donde nadie se esfuerza mucho por vender, lo que nadie desea en verdad comprar.
De pronto, sin ningún motivo particular, observo un automóvil estacionado al bordillo de la acera (he leído la expresión tantas veces que presumo que es la manera correcta de decirlo). Es un automóvil bastante viejo, de un color cremita que lleva unos tres años, quizás cinco, sin ser lavado. Está abierta la puerta del acompañante, y dos personas, un hombre y una mujer de mediana edad, todavía sobre la vereda, sostienen del brazo a una mujer, una mujer muy mayor, a la que acompañan los pocos pasos que hace falta dar hasta el automóvil.
En el automóvil, en su interior, en el asiento trasero, hay dos chicos de entre siete y once años de edad, una nena y un varón, que siguen la escena con urgencia y desinterés. Es fácil deducir que el auto es de sus padres, y sus padres son el matrimonio que ayuda a la mujer, a la mujer mayor, y la mujer mayor es la abuela, y esa es la escena. Y no tiene importancia. Y punto.
Pero tiene importancia. Yo conozco a esa mujer. Esa mujer fue mi dentista. Esa mujer fue mi dentista cuando yo era un niño. Esa mujer me hizo daño. Es ella, un torturado jamás olvida el rostro de su torturador. No tengo dudas.
–¡Usted! –me detengo, frente a ellos. La mujer levanta la vista, todavía preocupada en arrastrar sus fatigados pies, la mirada extraviada, algo de saliva en la comisura de sus labios– ¡Usted es la hija de puta más grande que yo vi en mi vida! –el hombre y la mujer se inquietan, pero tienen los brazos ocupados, no pueden soltar a la mujer mayor– ¡Usted me torturó! ¡Usted me aplicó cuatro anestesias para sacarme una muela, y después me dijo que la anestesia no prendía, y me sacó la muela igual! ¡De un tirón! ¡Me sacó la muela igual! ¡Usted usaba ese torno, y cada vez que escucho un zumbido similar siento deseos de llorar! ¡Usted decía que yo levantara la mano si me dolía, y entonces usted iba a parar! ¡Y yo levantaba la mano! ¡Y usted no paraba jamás! ¡Usted sonreía! ¡Usted me hizo llorar! ¡Usted mintió! ¡Cuando yo sabía que debería ir al dentista, sufría con una semana de anticipación! ¡Usted es Josef Mengele rediviva! ¡Usted no usaba anestesia para arreglar caries, para abaratar costos! ¡Usted es la reencarnación del mal sobre la faz de ésta pútrida tierra!
–Oiga, un momento –habla el hombre. Es el hijo. Usa una barbita candado, y gruesos lentes. Se lo ve algo fatigado por el esfuerzo de cargar a su madre.
–¡Callate, infeliz, porque te voy a matar acá delante de tu absurda madre! ¡Y voy a violar a tu señora a pesar de su inconcebible fealdad! ¡Y voy a quemar a tus hijos con un cigarrillo! ¡Y voy a destrozar ese ordinario automóvil a patadas! ¡Y me voy a comprar un helado y me voy a sentar a ver cómo pataleás, vieja de mierda, hasta que el ataque cardíaco arrase con tu asquerosa existencia! Te odio, hija de puta, te odio de verdad, y espero que agonices un largo rato con un brazo extendido sin poder alcanzar el blister de aspirinas sobre la mesada, que tu última visión sea un blister de aspirinas en lo alto de tu triste cielo de yeso mientras una de tus mejillas se enfría sobre las ridículas baldosas del piso de tu cocina.
Me apoyo contra una pared, necesito reponerme, tomar aire para poder continuar.
–Yo –dice la vieja, la Doctora Golbfard, la encarnación del mal– yo, yo soy –tiene la mirada acuosa detrás de sus gafas, su voz es un graznido, pone su último esfuerzo en balbucear–… Yo soy arquitecta.
–¿Ah, sí? –me acerco y me agacho un poco, mi rostro a unos tres centímetros de su rostro–. Puede ser, entonces me equivoqué de persona, pero es parecida. Buenas tardes.

4 comentarios:

La condesa sangrienta dijo...

A quien debería patear usté, es a su oculista que tortura por interpósita persona (siempre quise usar esa expresión también).

Lara dijo...

Satán es uno mismo, cuando cree que puede confiar en sus sentidos para cometer actos que en definitiva, por el error mismo que encierra el malentendido inevitable y casi siempre probable, son soberbios y lisa y llanamente fachos. Es un buen escrito para no justificar la pena de muerte ....

Anónimo dijo...

Hundred!
Nunca pedí anestesia, preferí siempre el dolor al pinchazo ese.
Al final usté resultó un maricón.
Al dolor hay que acostumbrarse desde chico.. no?
No busque culpables a las cosas de la vida, no los hay.
Palabra de hoy en la verificación : "isectar" .. interesting.
Salutti.

J. Hundred dijo...

*condesa! tenemos el bordillo de la acera, tenemos la interpósita persona. estamos ahí de que nos pase algo interesante.

*lara! como dijo kierkegaard: qué loco todo.

*caia!